domingo, 23 de mayo de 2010

Presentación del Libro "Los Pilares de Oviedo"

PRESENTACIÓN DEL LIBRO “LOS PILARES DE OVIEDO”

Oviedo, 13 de Junio de 2007


El 8 de julio de 1998, encaraba por primera vez una situación tan absolutamente novedosa y agradable para mí, como era la presentación de un libro. Tal es así, que llegué a compararlo, salvando las distancias, con la emoción sentida en el nacimiento de mis hijos.


Comenzaba entonces citando un proverbio oriental que dice: “Ten cuidado con tus sueños. Pueden llegar a cumplirse”. Y es que, el que aquel libro sobre la historia de San Pedro de los Arcos, que tantas horas me exigió, viera la luz, era sin duda un sueño. Un sueño que afortunadamente se hacía realidad. Aquel libro se había convertido en el cajón donde estaban todas las respuestas a un montón de preguntas, más o menos conscientes, que me perseguían desde niño esperando ansiosas, ese momento.


Mi buen amigo Alberto Reigada, que oficiaba junto con Carmen Ruiz-Tilve, como no, de presentador, me definía como “fascinado por San Pedro” y según su hipótesis, esa fascinación era la que me provocaba todas las preguntas a las que intentaba dar respuesta en ese libro.


Alberto, que bien me conoce, no andaba descaminado. En alguna ocasión, he culpado a un calendario que había en mi casa allá por finales de los 60 con fotos antiguas de Oviedo, de ser en parte la génesis de esas preguntas. Luego, aquellas fotos se convirtieron en cuadros que desde las paredes de la salita de mi casa, reiteraban día tras día aquellas preguntas como una especie de lejano eco inconsciente. Protagonizaban aquellas viejas fotos coloreadas, la antigua iglesia de San Pedro, y los Pilares, con sus orgullosos 41 arcos, en una con el telón majestuoso del Naranco de fondo, y en otra metiéndose en el corazón mismo de la ciudad, como reclamando un futuro que el tiempo y la estupidez humana le negaron. ¿Qué había sido de aquella vieja iglesia? ¿Desde cuándo presidía el otero de San Pedro? ¿Quién había hecho aquel fantástico acueducto? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué había sido de él? Preguntas que hallaron respuesta para mí satisfacción en aquel libro sobre el que por entonces decía, que para muchos sería un libro más, pero que para mí era “el libro”, porque más que una recopilación de historias, era un libro que en buena medida llevaba sus páginas impregnadas de mi propia vida.


De todas aquellas historias contadas, había tres que me llamaban poderosamente la atención y a las que dediqué una especial dedicación. La primera, hurgar en el pasado más remoto del entorno de San Pedro. Encontrar datos que apuntalaban mi tesis de que desde ese otero se veneraba al pescador de Cafarnaún desde época romano visigótica, era un motivo de alegría y alborozo sin igual. Cualquier referencia que lograba añadir relativa a siglos remotos, por pequeña que fuera, me hacía saltar en la silla. Y así con muchos otros datos más rescatados del polvo del olvido.


Otro capítulo especial, fue el dedicado a los duros días vividos en los difíciles años de la revolución de octubre del 34 y especialmente en los meses transcurridos desde julio a octubre de 1936, en los que la iglesia y su emplazamiento fue una especie de oscuro objeto de deseo codiciado por unos y por otros y por cuyo control se pagó un alto precio en sangre. Algún día también lograré acabar un trabajo al respecto que ansío desde hace tiempo.


Y el tercero, como no, los Pilares. ¡Qué majestuosa construcción! Las fotos del calendario que antes comentaba, quedaron grabadas en mi memoria de forma indeleble y suponía que aquella magnífica obra tendría tras de sí una fantástica historia digna de ser contada y casi cantada si fuera trovador a la antigua usanza. Tranquilos. No lo soy. Y así empecé a rebuscar entre libros, archivos, periódicos… A buscar fotos por el rastro, tiendas de antigüedades y en todos aquellos lugares que sospechaba podían tener una vieja foto, o una vieja historia, que tanto da que da lo mismo, y que poco a poco iban engordando una antigua carpeta negra de plástico que pasó por azar del destino de contener las láminas de dibujo del colegio, a albergar cual mágico útero, el embrión de la historia de este trozo de la historia de Oviedo.


Pieza a pieza se iba componiendo el puzle de los Pilares. Con un dato de aquí y otro de allá, ese segundo sueño de dar forma a una monografía sobre la vieja arcada, tomaba cuerpo. Y una vez más, una pieza fundamental, Carmen, que con sus ánimos y aliento, logró darme el empujón necesario y definitivo. Y hoy, ese puzle es, al fin, una gozosa realidad.


Confieso que hurgar en las entrañas de la historia de San Pedro primero y ahora de los Pilares, ha sido fascinante, divertido y emocionante.

Dicen los teóricos de la física que viajar en el tiempo es imposible. Discrepo. Yo lo he conseguido. He viajado al pasado. Es una de las prebendas de las que gozamos aquellos que intentamos curiosear en lo que ya fue.


Sí. Viajé al pasado de Oviedo y me encontré una ciudad intentando solucionar sus problemas de abastecimiento de agua y tuve oportunidad de asistir a las acaloradas discusiones que mantenían los representantes del Rey, de la iglesia y del municipio. En una ciudad que casi no se había recuperado del incendio de 1521. Y en aquel 1537 los Regidores se pusieron de acuerdo en que era necesaria una importante obra para traer a la ciudad las aguas de Fitoria y de Boo, encargando la obra primero a Juan de Cerecedo, quien resultó un poco cahapuzas, permítanme la expresión, por lo que finalmente hubo que encargarla a Gonzalo de la Bárcena. Años intensos de tiras y aflojas que no les voy a contar ahora, porque si lo cuento todo, corro el riesgo de aburrir a las ovejas, y además, para que iban a comprar después el libro, ¿no…?

Finalmente se decide el proyecto definitivo, realizando el viaje de las aguas por un encañado que faldeaba la cuesta del Naranco, por lo que hoy es la pista finlandesa, reuniéndolas en una arqueta en el lugar conocido como “la Cabaña” y tras pasar por el acueducto de 41 arcos y 390 metros, y con una altura máxima de 10 metros, llegar a la Puerta Nueva, para allí juntarlas con las de la fuente de ese nombre y distribuirlas por la ciudad. Muchísimos problemas técnicos y materiales y la suma de 15.500 ducados, que debía de ser una barbaridad, para que por fin en 1599 el agua llegara a Oviedo. Tenían que haber visto las caras de satisfacción de nuestros conciudadanos de entonces, toda una fiesta en la ciudad.


Casi tres siglos estuvieron los Arcos de los Pilares quitándonos la sed. Integrándose en la ciudad. Siendo parte indiscutible del entramado y del decorado natural de la misma. Convirtiéndose por derecho propio en una de sus señas de identidad. En la puerta de la ciudad para muchos vecinos que entraba en Oviedo procedentes de Las Regueras, de San Claudio… Aquel imponente acueducto no era algo que los viandantes encontrasen en cada recodo del camino, no… Así, los arcos, llegaban a ser objeto de la musa popular. Recuerdo oírles canturrear estas coplillas:


Soy pintor, soy albañil. Soy todo lo que se quiera.

Soy de San Pedro de los Arcos, mira si soy calavera.


Una vez fui contigo a San Pedro los Pilares,

arrimásteme la cesta. Eso sí que son pesares.


El mandil de ringo rango, ¿cuánto te costó Ramona?

A la salida de Oviedo, por lo Pilares, peseta menos perrona.


Buena gente aquella, sí… Y con buen humor, como tien que ser…


Cuando aquellos vecinos de la zona oeste del municipio venían a Oviedo, para entrar en la ciudad, pasaban por debajo de un arco de los Pilares, en cuya pilastra había una hornacina con una imagen de la Virgen del Pilar frente a la que se santiguaban y rezaban una salve. A los que venían por primera vez tenían la costumbre de gastarles una novatada. Le decían al novato que a los Arcos de los Pilares les faltaba una piedra y que éste tenía que llevarla en su viaje a la ciudad. Claro, la cosa no colaba, pero sus compañeros, deseosos de un poco de cachondeo y de hacer más llevadero el camino, procuraban por todos los medios introducirle sigilosamente una piedra en los bolsillos, en la carga que llevase personalmente, o en su caballería. Conseguido el propósito, y una vez atravesados los Pilares, descubrían la treta y se reían de él diciéndole que había pasado la piedra para concluir el acueducto. Como vési, pardillos siempre los hubo. Prubinos…


Otro día pasó una cosa muy curiosa. Estaba sentado en un prao tan ricamente delante de San Pedro y de repente vi venir un avión. Corría el año de 1911. De aquella, aviones, más bien pocos. No los habían visto en su vida como os podéis imaginar. Aquel vuelo, lógicamente, fue muy comentado en la ciudad. Pilotaba el avión un tal Mr. Garnier. Poco tardó en aflorar la típica coña ovetense para narrar el suceso en forma de unas coplas de Carnaval que decían tal que así:


“El otru día señores, xunto a la silla el Rey,

vi volar un monoplanu, era el de Mosiu Garnier,

más al querer elevase una señora salió,

y agarrándose a la cola, del aparato subió.

Garnier que estaba mirando lo que la señora hacía,

vio que llevaba en la mano décimos de lotería.

Y el panzudu desde abajo, dísxole a Ms. Garnier:

doite la zapatería, si me tires la muyer.”


Estos de Oviedo son mundiales. Qué coses tienen…


Antes de esto del Garnier, el día 21 de septiembre de 1875, en plenas fiestas de San Mateo, el séquito de autoridades provinciales y locales pudieron asistir a la bendición de las aguas que llegaban a un improvisado surtidor en el paseo del Bombé. Era la nueva traída aprobada ya en 1866. Una buena noticia sin duda para la ciudad, sí.


Pero era también el principio del fin para nuestros Arcos de los Pilares. Como dice el refrán, duren poco les alegríes en casa del probe…


El siglo XX llegó a Oviedo. Y el 3 de octubre de 1903, varios concejales proponen el derribo del acueducto, expediente que se aprueba el 24 de noviembre de 1905, con los votos en contra de D. Juan Fernández de la Llana y de D. José López Planas, digámoslo en su honor. Comienza entonces una viva polémica en la ciudad en contra de la que se había ya calificado como “bárbara piqueta municipal”


¿Se imaginan que hubieran tenido en cuenta el proyecto de entonces arquitecto municipal, D. Miguel de la Guardia, a quién por cierto, Oviedo, tanto debe, quien sugería que se hiciera una pasarela o paseo por encima del acueducto para llegar hasta San Pedro? ¿Se imaginan una ancha avenida que fuera desde San Pedro, Cervantes arriba hasta Marqués de Teverga, con el acueducto como eje central? Cierren los ojos y hagan el experimento. ¿Ya? Pues eso es lo que podíamos tener si tanto oscuros intereses de la Compañía del Norte como de algunos particulares, no hubieran sido los que se llevaran el gato al agua. ¡Qué lástima!

En un día gris de aquel inicio de siglo, me encontré de repente al lado de D. Fermín Canella, gran hombre, sumido entre sus papeles y sus múltiples proyectos. Con gran respeto y admiración, permanecí a su lado haciendo mía su causa, sintiendo su rabia e impotencia por el avance inexorable de los que con una miopía sin par empujaban con fuerza por llevar a cabo el “acueductocidio”. Cuando me fui, subí con pena el camino hacia San Pedro y sentado bajo su espadaña de vieja iglesia, entre aquel montón de jóvenes negrillos, miraba con lástima la arcada condenada por la imparable especulación. Aquellos arcos que durante siglos habían dado de beber a Oviedo, tenían ya su sentencia: serían derruidos.


¿Quieren saber los argumentos que daban a favor de su demolición? Pues ni más ni menos que la Compañía del Norte ofrecía salvar con un puente el paso a nivel de la Argañosa, que los materiales del derribo darían algún dinero al ayuntamiento y trabajo a los obreros. Que la obra de los Arcos de los Pilares no era artística, ni útil, ni bella, ni histórica, ni ovetense y sí un obstáculo a la calle que a lo largo de ella se abriría. Lo que hay que oír.


En diciembre de 1910, vuelven a la carga. En febrero de 1913 otra andanada. Y por fin, en la mañana del 11 de enero de 1915 comienza el derribo en cuya demolición pudo emplear el ayuntamiento cincuenta obreros durante tres meses. Aún se lograría paralizar el derribo durante un tiempo, pero al final se llevó a cabo.


D. Fermín Canella, a la sazón cronista de Asturias y de Oviedo, lo había previsto años atrás en unas famosas aleluyas que rezaban:


Por un acuerdo notorio, fue rasgo de ediles famosos del consistorio,

Y, sordos los clamores del arte como de historia local,

nuestros regidores creyeron, solo por eso,

con una piqueta ajena, rendir tributo al progreso.

¡Qué fácil es destruir! ¡Qué difícil levantar! ¡más no sabiendo sentir!

¡Bravo! Con recurso tal tendrá una fuente argentina

el arca municipal; y por ganancia liviana

cualquier día pueden vender nuestra fronda franciscana;

o con interés más vivo dar en remate y subasta

los diplomas del archivo…

¡Ay! Entonces despojados de populares preseas,

por tales medios medrados, del arte y de la historia en cueros,

dirán con lástima muchos:

hijos de Oviedo ¡incluseros!


Cinco arcos quedaron en pie de aquella obra que Jovellanos calificara como “digna de romanos” Cinco arcos, testigos mudos. Mudos pero que cada día gritan a quien pase a su lado y sepa escuchar, que Oviedo podía haber sido diferente. Que gritan que sí eran una obra artística, bella, útil, histórica y ovetense. Que gritan que sí que merecían haber sobrevivido a Dña. Piqueta, siempre insaciable y a la que el tiempo no detiene.


Opino que si para algo deben de servir los errores del pasado es para aprender de ellos y sacar, en consecuencia las lecciones pertinentes. Siempre hay que creer que una ciudad diferente, mejor, es posible. Siempre. Y hay que luchar por lo que se cree. Es uno de los pilares de la esperanza. Y una de las leyes básicas en las que se fundamenta la libertad. En la capacidad que todo hombre debe tener siempre de poder optar, de escoger el camino que crea que lo lleve a buscar siempre la superación y la mejora de su presente.


Si en uno de estos viajes míos al pasado, hubiera podido juntar a D. Fermín con sir Winston Churchill, seguro que éste le hubiera dicho a Canella aquello de que “me gustaría vivir eternamente, por lo menos para ver como dentro de 100 años las personas cometen los mismos errores”.


En fin, creí de justicia recopilar el pasado de los Arcos de los Pilares y con más o menos éxito lo he hecho. Podrá estar mejor o peor, pero ha sido abordado desde el cariño a una ciudad, a su pasado, a su presente. Y esperanzado en su futuro. Aderezado con una generosa pizca de pasión y bien regado con un buen chorro de ilusión. La que espero contagiaros a todos hoy y ahora. Deseo de todo corazón que saboreéis el resultado.


Termino con tres frases de uno de los grandes genios del s. XX. Albert Einsten. Dijo tres cosas, entre otras muchas, claro, que hoy me gustaría traer como colofón:


1ª. “Lo importante es no dejar de hacerse preguntas”. Eso nos moverá a buscar respuestas. Y eso es para mí lo que me justifica toda esta aventura.


2ª. “No tengo talentos especiales, pero sí soy profundamente curioso”. Sin comentarios.


3ª “Hay dos cosas que son infinitas: El universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro”. Y añado, debe de ser verdad porque sólo así podemos entender un error semejante, como privar al Oviedo del siglo XXI, de una joya arquitectónica del s. XVI como nuestros queridos “Pilares de Oviedo”.

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