martes, 27 de marzo de 2012

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA OVETENSE. 27 de Marzo de 2012



“Ser pregonero de la Semana Santa es un honor difícil de alcanzar. Ser portavoz de la pieza más sentimental del corazón colectivo de la ciudad para ofrecerla abierta de par en par a todo el mundo, es como el cargo simbólico de ser tesorero de los sentimientos de la ciudad”.


Federico Acosta, magistrado y poeta zamorano, iniciaba con estas sentidas palabras el pregón de la Semana Santa de su ciudad en 1960, y hoy, cincuenta y dos años después, no podría imaginar otras más hermosas, más concisas y más sinceras para intentar acercaros, aunque torpemente, mis sentimientos ante este reto y honor de ser yo quien ponga un pórtico verbal a nuestra Semana Santa ovetense, plenamente consciente, en este día en el que marzo languidece y el calendario ya huele a días de abril, de que soy yo el que tendría que bajarme de aquí y sentarme entre muchos de vosotros a aprender de vuestras múltiples experiencias y vivencias en torno a la Semana Santa, pero como quiera que la realidad es la que es, intentaré compartir estos próximos minutos desde la intimidad de mi ser, desde la humildad, y desde -aun sintiéndome ciudadano del mundo- el más profundo orgullo de ser ovetense; parafraseando a Publio Terencio cuando decía aquello de “hombre soy; nada de lo humano me es ajeno” diría yo: Carbayón soy; nada de lo ovetense me es ajeno, pues la Semana Santa es ya pieza única e imprescindible del calendario local; pues eso, que voy a intentar jugar y conjugar de la forma más decente posible palabras y sentimientos para ofrecer un resultado que, espero, sea tan digno como la ocasión exige y merece.


Gracias Carmen por tus palabras, por tu apoyo de siempre, por tu aliento constante y por compartir conmigo este importante momento. Honras con tu presencia a este pregonero, como honras con tu valía la noble función de ser testigo privilegiada del acontecer cotidiano ovetense.


“Un pueblo sin tradición es un pueblo sin porvenir” decía el diplomático colombiano, Alberto Lleras, y a fe que es cierto. Creo que entre las muchas virtudes que definen a los ovetenses, una de ellas es que somos gentes que nos sentimos orgullosos de nuestro pasado, de nuestras tradiciones; en definitiva, de nuestra historia; esa historia que para Cicerón era “testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida y testigo de la antigüedad”. Y es que la historia de Oviedo es un grueso árbol de múltiples y hondas raíces que lo nutren y sustenta; un tronco del que a su vez, brotan un buen número de ramas que apuntan esperanzadas al cielo del futuro.


Y sin duda, una de esas ramas es la Semana Santa ovetense, que a fin de cuentas es la que hoy nos reúne, me preocupa y nos ocupa. Lejos queda ya aquel primer pregón del que encontré constancia pronunciado en san Tirso en un lejano año de 1721, y lejos los años en los que la Semana Santa ovetense pasó a celebrarse exclusivamente en el interior de los templos, y de la que nada recuerdo porque apenas tenía cinco años la última vez que salió una procesión por la ciudad antes de la recuperación de los años 90.

Os confieso que cuando me enfrenté al papel en blanco por primera vez, sentí una especie de vértigo ante un abismo; ignoraba por dónde debían ir las trazas de este pregón. No soy un experto en la Semana Santa ovetense, soy de una generación muy diferente a la de todos los que me precedieron en esta honrosa tarea; nunca he pertenecido a una Cofradía y en mi infancia, la Semana Santa en Oviedo eran vacaciones escolares y la única procesión que transitaba nuestra ciudad era la de sufridos automovilistas en busca o regresando de unos días de asueto. Mis vacaciones de Semana Santa, por tanto, nada tenían que ver con una semana de pasión, con tríduos, oficios, procesiones o con vigilias pascuales, y más se orientaban a pasar el tiempo jugando por las recién estrenadas escaleras automáticas de Simago o de Galerías Preciados, por el Campo san Francisco o correteando por las calles del Vallobín que nos ofrecían cuanto un niño de aquella época podía necesitar; sé que es muy poco glamuroso, y espero que no se me interprete como frívolo, pero es la realidad.


Pero al inicio de mi juventud hubo un cambio importante. Un encuentro. El azar o la Providencia se sirvió de una persona, de un cura joven, para que encontrara en mi parroquia de san Pedro de los Arcos una Comunidad floreciente, que sí que vivía su fe de manera distinta y digámoslo, distante de la imagen que me había hecho de la Iglesia. Y por esas casualidades del destino, o no tan casualidades, entré a formar parte de una incipiente Comunidad Juvenil, con la que, unida al resto de la Comunidad parroquial, vivíamos una sencilla pero emotiva Semana Santa. Recuerdo con especial cariño una oración sentida que celebrábamos los sábados en hora temprana: acompañando a María en su soledad; no iba casi nadie, pero los pocos que estábamos, sentíamos hondamente aquel momento. Y las pascuas juveniles, que eran una forma tan diferente de vivir ese momento tan especial e importante que es la Resurrección y que hasta ese instante, no había entendido ni de lejos la trascendencia tan grande que tiene. Aquel mensaje tan nuevo, tan vivo, tan fuerte de la Resurrección, emergió de la oscuridad del sepulcro y de mi ignorancia para invadir mi corazón y quedarse desde entonces a vivir conmigo para siempre. Y ya nada fue igual. En la película de Franco Zeffirreli, Jesús de Nazaret, en una de sus últimas escenas, se ve la llegada al sepulcro vacío de miembros del Sanedrín acompañados de los guardias romanos; uno de ellos entra y mientras mira fijamente al lienzo sobre la losa del sepulcro dice: “ahora, ahora empieza todo...” Y así es.




Juan Pablo II en su visita al Santo Sepulcro en marzo del año 2000 decía:


“La tumba está vacía. Es el silencioso testigo del acontecimiento central de la historia humana: la resurrección de Cristo. Durante casi dos mil años esta tumba vacía ha atestiguado la victoria de la vida sobre la muerte. Con los apóstoles y los evangelistas, con la Iglesia de todo tiempo y lugar, también nosotros proclamamos: Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más. La muerte ya no tiene dominio sobre él.”


Y es que nuestro Dios es un Dios de vivos y de vida, no de muerte. Y eso es lo que da sentido a todo lo que vamos a celebrar por las calles de Oviedo en unos días. “Si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra fe” dice Pablo en su primera carta a la Comunidad de Corinto. Y es que el hecho de que las dos mil Cofradías que hay en nuestro país, con más de dos millones de cofrades y hermanos, salgan por las calles de nuestras ciudades, no es para conmemorar sólo unos hechos históricos, ni para llevar a cabo unas acciones folclóricas que atraigan turismo, o que sean la perpetuación de una tradición más o menos arraigada. Ni siquiera es recrearse en la pasión de Jesús el Nazareno, que en palabras de Isaías: “como cordero fue llevado al matadero”; en esa pasión de, como definía Gandhi: “un hombre inocente que se ofreció a sí mismo por el bien de los otros, incluidos sus enemigos y asumió la redención del mundo. Fue un acto perfecto”. Pero como decía, nunca una muerte dio tanta vida ni un mensaje tan sencillo, como el de: “No está aquí ha resucitado” han cambiado tanto el mundo. “La Resurrección hace que mi vida cobre sentido. Me da un norte y la oportunidad de empezar de nuevo cualquiera que sean las circunstancias en las que me halle” reflexionaba Robert Flatt.


Por eso, cuando el sol tímido de primavera bañe de luz los tejados de la ciudad, las calles se desperecen, inquietas y curiosas y se quemen con gotas de cera como lágrimas emocionadas; los ecos de las cornetas y los tambores suenen como llantos esperanzados en medio del silencio, y los nazarenos, con sus corazones teñidos de morado y negro y henchidos de emoción contenida a lo largo de todo un año, sientan ya los nervios aflorar, será el momento. Y en ese momento, las “asociaciones de hermanos” pues eso quiere decir cofradías, saldrán un año más a las calles de Oviedo a anunciar que comienza la Semana por excelencia del calendario.

Y ante el inicio inminente de esta semana, me pregunto, ¿con qué ojos voy a mirarla? ¿Con qué mirada voy a vivirla? Ese es el reto. Y para ello voy a salir a las calles de la memoria, a los momentos vividos o imaginados, a realidades soñadas o sueños vividos. Voy a convertirme en testigo y cronista de ese estallido de fervor y pasión popular, y escuchar lo que vea, y ver lo que escuche.


Y os lo contaré.


Salgo a las calles en una radiante mañana de domingo. Veo a cientos de niños y adultos con palmas y ramos de laurel y romero caminando presurosos hacia las puertas de las iglesias, donde se agolparán enarbolando los ramos para recibir la bendición como los campos esperan el agua de mayo. De san Tirso a la Catedral no hay mucha distancia. Ni tanta es la distancia que recorre el Cristo de la Misericordia, subiendo la cuesta de la Vega sobre hombres y hombros jóvenes que forman la también joven cofradía de los Estudiantes.


Tampoco es mucho recorrido el que espera a mi querida borriquilla de san Pedro de los Arcos, con procesión e ilusión renovada y un futuro esperanzador que se asoma a la historia de la Semana Santa de la ciudad.


Y esa poca distancia me hace reflexionar sobre otra distancia menos mensurable; y es que ¿acaso es mucho espacio el transcurrido entre nuestros “Hosana” y los gritos de “crucifícalo”? San Bernardo reflexionaba sobre esto:


“¡Qué diferentes voces eran: «quita, quita, crucifícale» y «bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas»! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora «Rey de Israel», y de ahí a pocos días: «¡No tenemos más rey que el César!» ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suertes sobre ellos.”


Y es que somos humanos y por tanto, capaces de las mayores de las contradicciones. Nos decimos cristianos, sí, y jaleamos con palmas y ramos a Jesús cada domingo. Participamos de la liturgia, nos decimos creyentes en Él. Le seguimos, pero también soy capaz de pasar ante el que sufre, ante la miseria, ante la necesidad del tipo que sea y mirar para otro lado... “Porque tuve hambre y no me distéis de comer” Es ahí cuando pasamos de gritar “Hosana” a gritar “Crucifícalo”. Pero ser cristiano es llegar a vencer esa contradicción, a emplear el tiempo de cuaresma que ahora termina para buscar esa conversión, ese cambio en la manera de pensar y de actuar que nos ayude a superar, que me ayude a vencer, esas eternas contradicciones y que implica que los cristianos debemos estar en primera fila en la lucha por la superación de las causas objetivas que engendran las injusticias e impiden, por tanto, el avance de una sociedad más libre, más justa y más solidaria; en definitiva, a transformar día a día nuestro presente en positivo, lo que nos llevaría a vencer el difícil reto de ser, en palabras de Monseñor Pedro Casaldáliga “no sólo creyentes, sino creíbles”.


Y bien, a estas alturas del pregón, miro hacia atrás y me pregunto si iré por buen camino, si estaré yendo por la senda narrativa adecuada. Pregonar es publicar, hacer notorio en voz alta algo para que llegue al conocimiento de todos; pero también está la acepción de publicar lo que estaba oculto o lo que debía de callarse, me pregunto por tanto, si me encuentro en condiciones de afirmar que estoy haciendo público y notorio algo que merezca la pena, o dando a conocer algo que debería callarse; seguro que yo no estaré en este último caso, pero sí aún hoy, por desgracia, en este mundo nuestro el mensaje de la Resurrección, mensaje de libertad donde lo haya, todavía sigue siendo un mensaje subversivo y peligroso. Hace pocos días leía un dato estremecedor: cada año mueren 105.000 cristianos en el mundo a causa de su fe; cerca están aún las terribles imágenes de la ola de violencia contra los cristianos en Nigeria; por tanto, sí que proclamar la Buena Noticia, puede ser peligroso y muchos preferirían sin duda, que ese Mensaje de Vida, ese mensaje de Esperanza, ese mensaje en muchos casos subversivo, debería de ser silenciado; pero en nuestro país, por supuesto, no es así y aunque pueda haber diferencias de pareceres en la sociedad, podemos manifestar públicamente nuestra fe sin temor. En privado, o en público, faltaría más, que eso es la libertad. La sagrada Libertad.


Intento coger de nuevo el hilo del relato y me permitiría añadir una nueva acepción si la Real Academia de la Lengua me lo permitiera: Pregonar es reflexionar, porque me gustaría que mi pregón de hoy fuera, al menos para mí lo es, ocasión también de reflexionar en voz alta sobre lo que es y significa para cada uno de nosotros la Semana Santa.


Continúo por tanto, con ese viaje por las calles de nuestro Oviedo, por los días de nuestra Semana Santa, en ese recorrido por la memoria, por los sentimientos, por esta reflexión que es el ojo del alma como la definía el clérigo francés Bossuet; reflexión que hago mía ante todo, pero que comparto con vosotros casi como una meditación serena susurrada al oído, como para ser escuchada con los ojos cerrados...


Despierto al martes entre inquieto y curioso. He decidido asomarme a esta semana con un espíritu abierto, sin perjuicios ni prejuicios. Quiero preguntar, buscar, encontrar... Quiero ver, oír, sentir. Mirar. El que mira, al final, descubre. El que busca, al final encuentra. Y espero encontrar momentos de esos que se convierten en referencia. Memorias que nos dan motivos para caminar. Vivencias que ya nadie nos puede quitar. Caricias que se convierten, para siempre, en roce vivo. Instantes de comunión en los que la fe, por un rato, tiene más de respuesta que de pregunta.


Hoy es el turno de la Cofradía del Silencio y la Santa Cruz. Acompaño a sus pasos de la Santa Cruz, del Cristo flagelado y de la virgen de la Amargura por el corazón de Oviedo: desde las puertas de la Corte, la procesión discurre por los nombres del Oviedo secular, Feijoo, san Vicente, Jovellanos, Arguelles, Mendizábal, Porlier, Plaza de la Catedral, santa Ana, Santa Bárbara, Corrada del Obispo... Las calles de nuestra historia. Hoy calles del silencio. El silencio... Me pregunto si no tenemos miedo hoy en día al silencio. Vivimos en medio de un estridente y continuo ruido. Ruido. Ruido... Por todas partes hay demasiados ruidos que nos impiden escuchar nada. Es hermoso transitar hoy por calles de silencio. Debería de callarme ahora mismo para que cada uno cerrara los ojos y se viera siguiendo al Cristo flagelado. En silencio... que, a veces, puede ser más elocuente que una respuesta apresurada y que permite a quien se interroga entrar en lo más recóndito de sí mismo y abrirse al camino de respuesta que Dios ha escrito en el corazón humano. En el silencio hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran una forma de expresión particularmente intensa. Y sobre todo, en el silencio nos escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos. Ya lo dice el libro de los Proverbios: “Hasta el necio cuando calla, es tomado por sabio”

Espero a que se recojan y mi mirada se posa en la Cruz, llevada por veinticuatro hermanos; una cruz sin color, sin sudario, sencilla, austera y pienso que en esa cruz fue clavado un inocente que lo dio todo. Miro a la cruz, sí, una cruz que por desintegradora que parezca, es digna, porque es consecuencia de un compromiso también digno, que consiste en vivir y luchar para que haya cada vez menos cruces injustas para los demás. Cada quién la contemplamos desde nuestras propias inquietudes. Y la descubrimos como modelo o como alivio, y sentimos que nos marca un camino vital, o que nos mira con misericordia infinita. La miramos, y de nuestros labios brota una plegaria de perdón, una acción de gracias inaudible, un grito de aliento, una sacudida de dolor o el silencio perplejo de quien se ve desbordado.


Avanza esta Semana con mayúsculas. Una semana sin duda singular. Una semana de encuentros y vivencias intensas. Es miércoles. Me encuentro ante la bella fachada de la iglesia de los dominicos en la que esperan ansiosos y nerviosos los miembros de la Cofradía de nuestro Padre Jesús Nazareno, cofradía antigua de la ciudad de la que hay constancia al menos desde el año de 1675, aunque existe la certeza de su existencia desde mucho antes.

Son las ocho de la tarde y la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno sale de nuevo a las calles de Oviedo. Los hermanos forman en el claustro del convento a la espera de que la cruz de guía y el estandarte de la Hermandad flanquee la puerta principal. El silencio es total, sólo roto por el susurro de una fría brisa primaveral. Bajo las órdenes del Diputado Mayor de Gobierno, el trono de Nuestro Padre Jesús Nazareno sale del templo y de nuevo se encuentra, un año más, con los ovetenses.

Le miro. Me mira. Nos miramos. ¡Cuántas miradas se cruzan en medio de este total y respetuoso silencio!. ¿Qué deseos habrá detrás de tantas miradas? ¿Qué anhelos esconderán? ¿Qué gritos habrá dentro del alma de tantas miradas que se fijan en Nuestro Padre Jesús Nazareno? Y Él, solo, carga con su cruz. Carga con nuestra cruz. Su cara resignada al dolor, con la corona de espinas hiriente clavada en su cabeza, como seguro se le clava la desesperanza de este mundo que ansiaba otra cosa que un final camino de un inexplicable y absurdo Calvario.

Pero Él nos mira a cada uno y nos dice: No temas. Yo llevo también tu dolor. Yo sufro también contigo. Yo vivo contigo tus pequeñas muertes cotidianas. Y también muero en ellas. Voy a tu lado. Mi hombro soporta el peso del madero, para que tu hombro sienta la reconfortante y sutil presencia de mi mano.

Tu cruz es mi cruz...


Y recuerdo los versos de Julio Mariscal:


Así es como te quiero.

Así Dios mío: con el dogal de "Hombre" a la garganta.

Hombre que parte el pan y suda y canta y va y viene a los álamos y al río.

Hombre de carne y hueso para el frío guiñol que nos combate y nos quebranta.

Arcilla de una vez para la planta y el látigo del viento y del rocío.

Así; Señor; así es como te espero:

vendido por el fuerte, acorralado, cara al hombre y al mundo que te hiere.

Carne para los perros del tempero, piedra en que tropezar;

luz y pecado hombre que solo nace y solo muere”.


Las miradas. Siempre las miradas... Y te sigo en silencio. Y cae la noche. Y pasas por delante de la torre de nuestra amada catedral, “poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne”, que contrasta con tu color y con tu dolor, donde te espera la Virgen de la Esperanza, en la capilla sencilla y hermosa de la Balesquida, como metáfora acertada... Sigo tu sombra de dolor y esperanza por la noche de Oviedo hasta tu regreso al templo. Con el eco del silencio como compañero, regreso a casa con su mirada grabada en mi mirada y con unas palabras de san Ambrosio como reflexión oportuna para esta noche de miércoles:


“Intenta penetrar en el significado de la pobreza de Cristo si quieres ser rico. Intenta penetrar en el significado de su debilidad, si quieres tener salud. Intenta penetrar en el significado de su cruz, si no quieres experimentar confusión; en el significado de su herida, si quieres sanar las tuyas; en el significado de su muerte, si quieres disfrutar de la vida eterna; en el significado de su sepultura, si quieres encontrar la resurrección”.

La noche se cierra sobre mis recientes vivencias y espero el amanecer de un nuevo día. El jueves por excelencia. Uno de esos jueves que a juzgar del dicho popular, relucen más que el sol: Jueves Santo. Muchos se habrán despertado antes de tiempo. Están ansiosos por cumplir con la tradición, por encontrarse con este su jueves. Imagino que las horas hoy correrán perezosas hasta esa esperada del atardecer, en la que la Hermandad de Jesús Cautivo está lista para abrir de par en par las puertas de la iglesia de san Juan y afrontar un año más la cita con su particular historia. Un nuevo paso, la Santa Cena, precede a los de Jesús Cautivo, una imagen veterana que data del s. XVIII, y al de Ntra. Sra. de la Merced. Discretamente, contemplando una vez más, sintiendo una vez más, acompañando una vez más, llego a la ovetense plaza de Porlier, donde tendrá lugar la lectura de la Pasión, en la que recordaremos las últimas horas vividas y sufridas por Jesús. La imagen de Jesús Cautivo nos recuerda precisamente ese momento, en el que tras ser juzgado por Pilatos es entregado a los soldados que entre burlas e insultos, lo coronan de espinas y le ponen en la mano una caña simulando ser el cetro de un Rey. Y la imagen de Ntra. Sra. de la Merced, portando en sus manos unas cadenas, patrona de los que sufren cautiverio y prisión. Y mi imaginación vuela a la sinagoga de Nazaret, donde Jesús, para asombro y escándalo de los que le escuchaban, tranquilamente desenvolvió un rollo de las escrituras, del profeta Isaías, y leyó:

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado para proclamar la liberación a los cautivos, para dar libertad a los oprimidos”.

A cuántos poderosos que se decían cristianos, les hubiera gustado arrancar esta página del Evangelio... La mirada de Jesús Cautivo, es la mirada de miles de hombres que han sufrido y sufren en sus carnes el cautiverio. Que han visto sus vidas privadas de ese preciado bien que es la libertad. Especialmente aquellos que han dado con sus huesos en fríos suelos de cárceles olvidadas del mundo, por sus ideas, por sus creencias, por su fe, por defender a los débiles, por luchar por la justicia, por combatir por la libertad... o sencillamente, por ser víctimas de una pobreza, marginación y miseria de la que ellos no son responsables. Cuando Benedicto XVI visitó el pasado mes de diciembre la cárcel de Rebbia, en Roma, dijo a los reclusos:

Querría poder escuchar la historia personal de cada uno pero no me es posible. He venido para deciros que Dios os ama, porque allí donde hay un hambriento, un extranjero, un enfermo o un preso, allí está Cristo"afirmando además, que “los presos son personas humanas que a pesar de los crímenes que hayan cometido, deben de ser tratados con respeto y dignidad”.

Miro por tanto con agrado la iniciativa de la hermandad de Jesús Cautivo e imagino la alegría por la libertad recuperada que sentirá el cautivo liberado y es que, como decía el bueno de D. Quijote “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.

Se agolpan las horas y a caballo entre el jueves y el viernes, me pierdo entre la multitud que espera la salida de Nuestro Padre Jesús de la Sentencia. Es medianoche. El marco, el hermoso e histórico edificio de la Universidad de Oviedo. Supongo que Valdés Salas, desde su silla mirará con la misma mezcla de curiosidad y devoción a los jóvenes cofrades de los Estudiantes que al amparo de la noche y con gran esfuerzo, llevarán a Jesús camino de este viernes. Es la “madrugá”. Es acompañar a Jesús camino de su particular Calvario. Es seguir a Jesús camino de su destino. Un destino clavado sobre un madero. Somos la gente del Viernes Santo. Pero, me pregunto, además de nosotros que seguimos a este Jesús por la noche ovetense, ¿quiénes son también hoy la gente del Viernes Santo? Temo y sé por igual la respuesta. La gente del Viernes Santo, no somos sólo nosotros, los que fotografiamos a esa hermosa y expresiva imagen, sino también y sobre todo, la gente del Viernes Santo es la gente que en el mundo llora. La gente que sufre. La gente triste. Hay muchas cruces hoy en día como la del Gólgota. Intentemos acercarnos hoy a esos sufrimientos, contemplarlos, sopesarlos, recibirlos, aun sin entenderlos. Hay quien al mirar la violencia, el hambre, la injusticia, la marginación, la guerra, la soledad, el llanto, el abandono, las burlas... siente que se le conmueven las entrañas y está dispuesto a comprometer su vida para aligerar esas cruces. Esa es la auténtica gente del viernes santo. Y por tanto, me pregunto: ¿Soy yo de esos? ¿Qué hago yo para mitigar la cruz del hambre que cada cinco segundos mata a un niño menor de diez años en este mundo? ¿Qué hago yo para aligerar esa cruz que deja morir cada día a 37.000 seres humanos de hambre, la mayor de las crueldades? ¿Qué estoy haciendo para ayudar a esos millones, demasiados, de conciudadanos que sienten cada día el gélido soplo del paro? ¿Qué hago yo ante los que no tienen trabajo, ni casa, ni padre, ni madre, ni futuro, ni patria, ni esperanza, ni siquiera un cementerio en el que descansar sus fríos y cansados huesos? ¿Camina Cristo hoy por Oviedo camino de su particular Gólgota? Esa mirada del Cristo de la Sentencia, me interroga. Me cuestiona. Me taladra... Y es que en este mundo, aquí mismo, en Oviedo, hay aún muchos Gólgotas, demasiadas cruces que esperan que nosotros seamos los Cirineos del siglo XXI y ayudemos a soportar el peso insufrible de la cruz de la pobreza de multitud de personas, que viven en la miseria o que no conocen otra cosa que sufrimiento y explotación. De la cruz de muchos seres humanos que en este mundo cada vez más pequeño, sufren la cruz de las guerras, muchas olvidadas y lejanas, generadas las más por intereses oscuros e ilegítimos, pero que siguen dejando a la muerte campar a sus anchas... De la cruz de la agresión a la vida, a la Vida con mayúsculas con todo lo que implica y supone, incluyendo la desequilibrada y miope relación con la naturaleza, a veces explotada en modo salvaje. De la cruz de los hermanos que sufren enfermedades y que esperan en vano, una curación que saben que no es para ellos. De la cruz que soportan muchas mujeres por el mero hecho de serlo, que sufren su particular calvario explotadas, humilladas, asesinadas por una estúpida sinrazón. De la cruz de la crisis económica que ha golpeado a estados enteros y a millones de personas, especialmente a quienes no han tenido ninguna responsabilidad en ella, y parece robarnos horizontes de esperanza, mientras los verdaderos responsables, auténticos mercaderes del templo de hoy, siguen especulando con nuestra dignidad. Esas son las cruces de hoy y esas son las cruces que, repito, como cirineos de hoy, debemos ayudar a soportar y que nos tiene que llevar a seguir el camino esencial y original que nos muestran los valores evangélicos; ese camino de sencillez y de solidaridad con los que sufren y un deseo de transformación radical de este mundo en el cual, quienes han recibido más sirvan y no sean servidos y en el que el respeto a la dignidad de las personas sea para todos, pero sobre todo, para los que la sociedad ha considerado menos dignos, los olvidados y excluidos.


Hoy es un día de dolor. Un día de muerte. Un día de oscuridad... Un día que sería un triste día, si no presagiáramos en el horizonte el blanco resplandor de la luz de la Pascua.

Entre saetas y empapado del fervor popular me retiro sin perder la mirada resignada y un tanto triste de este Jesús de la Sentencia, que ha sido sentenciado por nosotros mismos. Le sigo la mirada en los últimos metros de la calle san Francisco antes de retirarse de nuevo, y me queda el eco de los gritos de: ¡al cielo valientes! y oigo en esos ánimos el esfuerzo colectivo por intentar entre todos, minimizar el grandísimo peso de las múltiples cruces de hoy. Mientras me alejo, miro atrás y cruzo de nuevo la mirada con este Cristo de la Sentencia y su rostro se clava en mi corazón y me digo a mí mismo que ojalá esa mirada, sea al menos instrumento con el que llevar una Buena Noticia a los que no tienen esperanza.


La semana fluye y amanece el viernes sobre la ciudad; aún conservo frescos muchos de los momentos vividos ayer, pero no es momento de recrearse pues esperan nuevas vivencias. Mi próxima cita es a las seis de la tarde a las puertas de la hermosa iglesia de san Isidoro, donde cientos de personas esperan la salida de la procesión del Santo Entierro, responsabilidad de la Cofradía del Santo Entierro y de Nuestra Señora de los Dolores, heredera de todo el movimiento cofrade de la parroquia de san Isidoro el Real que hunde sus raíces en el s. XVII. Imagino también a los cofrades, ansiosos y nerviosos, esperando la hora soñada de las seis de la tarde de este su viernes único e irrepetible en que sacarán de nuevo, junto con el paso de los más pequeños, los Morabetinos de la Dolorosa y el del Ecce Homo, los pasos del Cristo Yacente, talla del s. XVII, portado por veinticuatro costaleras, bajo el mando de otra mujer como capataz y tras él, la imagen de Nuestra Señora de los Dolores o de la Soledad, también fechada en el s. XVII, portada por veinticuatro costaleros.

Mirar al Cristo yacente en su urna, vencido, humillado, derrotado, abatido por la muerte, sobrecoge. Todo se ha cumplido. Todo se ha acabado, seguro que pensarían en aquel momento de la historia los propios seguidores de Jesús, asustados, huidos... Sólo uno aguantó bajo la cruz, y las mujeres, claro, siempre presentes. Su madre, siempre a su lado, abrazaría a su hijo yacente contra su pecho desgarrada por el dolor, con el corazón roto, como traspasado por puñales... ¡Cuánto dolor puede sentir una madre en un momento así!. Qué difícil tuvo que ser para María ser fiel a ese lejano: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Qué momentos más duros y confusos tuvieron que ser aquellos en los que parecía que la muerte se burlaba del propio Dios. El Mesías esperado, el hijo de Dios vivo, el Hijo del Hombre, era ahora un pálido despojo humano de blanca palidez; en palabras de Unamuno:


“Blanco tu cuerpo está como el espejo

del padre de la luz, del sol vivífico;

blanco tu cuerpo al modo de la luna

que muerta ronda en torno de su madre

nuestra cansada vagabunda tierra”.


Una madre hundida en el dolor sigue a su hijo muerto; por encima de todo, a pesar de todo lo que María pudiera conocer de la misión de su hijo, a pesar del convencimiento de que su hijo era especial, María es ante todo mujer y madre, y el dolor profundo que la invade, es difícil de mitigar. Veo la imagen de la Dolorosa y adivino en ella el rostro afligido de miles de madres que lloran hoy en día. No creo que sea difícil evocar imágenes actuales de mujeres de hoy: en África, en Latinoamérica, en India..; mujeres y madres, miles, con la mirada perdida, impotente, resignada ante la cercana muerte de esos hijos a los que se les escapa la vida entre sus propios brazos. De mujeres que ven como sus hijos son secuestrados por anacrónicas guerrillas para utilizarlos como niños soldado, dejando atrás con esa mirada llorosa una infancia sin estrenar. De mujeres que asisten totalmente vencidas al espectáculo de ver como sus hijos cambian los juegos de infancia, apenas vivida, por la esclavitud en minas, campos o fábricas oscuras donde queman su inocencia por apenas unas migajas. De esas madres que llegan tiritantes a nuestras costas, buscando desesperadamente un lugar donde poder ofrecer un futuro, por incierto que sea, a esos pequeños, mojados y asustados. De esas madres que comparten con sus pequeños el terror de vivir un infierno dentro de la propia casa, porque el marido-padre es un auténtico canalla que cree que su mujer puede ser un mueble de su propiedad y ante semejante infamia, madre e hijo buscan un rincón escondido donde rumiar su miedo en su propio hogar. De muchas madres que hoy, aquí, saben lo que es ir para la cama con las tripas rugiendo porque lo poco que hay para poner cada noche en el plato, es para sus hijos... Mujeres vulnerables, muchas más de las que deberían ser, que es ninguna. Jesús también fue revolucionario en eso. En su época, en la que las mujeres vivían en una sociedad patriarcal y que estaban destinadas a vivir en un estado de inferioridad y sumisión a los varones, Él supo acercarse a ellas y hacerlas también destinatarias, en muchas ocasiones antes que a nadie, de su Buena Nueva. María de Magdala, las hermanas Marta y María de Betania, mujeres enfermas como la hemorroísa, o paganas como la sirio fenicia; prostitutas despreciadas por todos o seguidoras fieles, como Salomé y otras muchas que lo siguieron incondicionalmente y estuvieron con él hasta el final. También son mujeres las primeras que llegan al sepulcro. Y la primera a la que –según el evangelio de Juan– Jesús se muestra resucitado es a María de Magdala, que corre a dar la noticia a los discípulos, que estaban tristes y llorosos.

Sumido en estos pensamientos, he ido acompañando a los pasos, y siento el vello de mi cuerpo erizarse cuando al recogerse la procesión de nuevo en el templo, la banda de música interpreta el “Mater Mea”. María fue un ejemplo de entrega, de apoyo, de mujer, de madre. Admiro a los cofrades que orgullosos elevan a la Dolorosa al cielo y la mecen como queriendo consolarla, compartir su pena, decirle: tranquila María, no llores, nosotros estamos contigo, aunque no lo sepas aún, o sí... la Pascua está ahí... ¡Al cielo con ella!


Tomo prestados unos versos de Gerardo Diego que reflejan bien este momento:


Dame tu mano, María,

la de las tocas moradas.

Clávame tus siete espadas

en esta carne baldía.

Quiero ir contigo en la impía

tarde negra y amarilla.

Aquí en mi torpe mejilla

quiero ver si se retrata

esa lividez de plata,

esa lágrima que brilla.


Déjame que te restañe

ese llanto cristalino,

y a la vera del camino

permite que te acompañe.

Deja que en lágrimas bañe

la orla negra de tu manto

a los pies del árbol santo

donde tu fruto se mustia.

Capitana de la angustia:

no quiero que sufras tanto.

Qué lejos, Madre, la cuna

y tus gozos de Belén:

-No, mi Niño. No, no hay quien

de mis brazos te desuna.

Y rayos tibios de luna

entre las pajas de miel

le acariciaban la piel

sin despertarle. ¡ Qué larga

es la distancia y qué amarga

de Jesús muerto a Enmanuel!


Con el eco de estas palabras y convencido de haber vivido una tarde realmente

emocionante, decido acabar este viernes en silencio y esperar pacientemente el amanecer del sábado para volver de nuevo a este lugar y acompañar a las diez de la mañana a la procesión de la Soledad; de nuevo la espera, el compartir el momento de dolor de María, acompañarla en ese instante en el que seguro le asediaban muchas preguntas sin respuesta... sin respuesta en ese momento, porque el domingo, cuando la figura del resucitado, acompañado por todas las Cofradías, anuncie a Oviedo que la muerte ha sido vencida, en ese momento, todas las preguntas encontrarán su respuesta.

La resurrección es el sentido último, es lo que justifica todo; desde entonces nos queda la certeza de que el hombre no nace para morir, sino que muere para resucitar. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? A quien cree en la resurrección ya no le está permitido vivir triste. Lo dije al principio, sin ese enfoque, todos estos días estarían huecos.


La semana va concluyendo Ha sido una semana densa e intensa. Emocionante. Acompañando a las cofradías ovetenses he hecho un particular viaje hacia mi interior. La Semana Santa Ovetense de este 2012 ha sido para mí motivo de profunda reflexión, excusa para analizar cómo me posiciono ante estos días y por qué. Y he querido compartirla con vosotros. Hay aún, ciertamente, demasiados Gólgotas de muerte y de dolor. Vivimos en un mundo que parece que quiere seguir clavando a muchos seres humanos en demasiadas cruces. Pero ante todo, quiero creer, que otro mundo sí es posible. Y para los creyentes, la fuerza de la Pascua nos tiene que llevar a luchar por ese mundo mejor, aquí en Oviedo, o donde quiera que la vida nos lleve. Y para los que no compartan nuestra fe, seguro que dirán, con Blas de Otero: “Creo en el hombre” y por eso merecerá la pena compartir la lucha por lograr ese mundo más justo, más humano, más habitable...


Animo pues, a las cofradías ovetenses a continuar con esta tarea. Para vosotros la Semana Santa seguro que es una forma de vida, un modelo de sociedad que en parte construyen a diario los millones de cofrades y que tienen en su razón de ser, no sólo el hecho de procesionar por nuestras calles, sino ser la base de cientos de instituciones culturales y cívicas que gestionan a través de su devoción muchas obras de solidaridad, en una sociedad que tan necesitada está en este momento de ella.


Hay una iniciativa, secundada por un movimiento cada vez más numeroso que viendo la Semana Santa desde la pluralidad de sus expresiones tanto religiosas como cívicas, viendo la gran riqueza de los pasos que procesionan, obras de geniales escultores de todos los tiempos, la gran cantidad de obras de arte que atesoran las cofradías, los reglamentos y constituciones de éstas, junto con su propia y dilatada historia; la música, con sus bandas solemnes y profesionales, las saetas, tan espontáneas; la gran cantidad de poesías y textos literarios, la propia gastronomía, la indiscutible repercusión turística que genera en todo el país... ven suficientes méritos como para que la Semana Santa fuera declarada Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO, petición que me parece ciertamente razonable y sobradamente justificada y a la que gustoso me sumo. A tal fin, se ha editado un primer libro, obra de José Mª Íñigo, Antonio Bonet y Antonio Aradillas.


Todos hemos escuchado el mandato de “Ir por el mundo y proclamar la Buena Noticia”, cada uno en función de su capacidad, de su sensibilidad, de su disponibilidad, en su entorno, en su presente. En este año en que conmemoramos el 50º aniversario de la convocatoria del Concilio Vaticano II, las palabras del Papa Juan XXIII siguen vigentes: “ Lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual, la virtud perenne, vital y divina del Evangelio. Será esta una demostración de la Iglesia, siempre viva y siempre joven, que percibe el ritmo del tiempo que en cada siglo se adorna de nuevo esplendor, irradia nuevas luces, logra nuevas conquistas”.


Todos somos parte de esa Iglesia. Y las cofradías de Oviedo, con su esfuerzo en estos días próximos, contribuirán a su modo a lograr que quizá alguien pueda ver más allá de unas simples figuras de madera y descubran a través de ellas a un Dios desde el que la vida puede cobrar más sentido, orientación y esperanza.

Que a su manera, con su carácter, los cientos de cofrades ovetenses contribuyan a la construcción del Reino de Dios, que no es otra cosa que trabajar en pro de una sociedad estructurada de manera justa y digna para todos.


A vivir, a sentir, a disfrutar de la Semana Santa de Oviedo. Ya está aquí, o casi, porque... como decía el poeta:


Parece que es la hora, y no es la hora.

Parece que está todo... y algo falta.

Parece que la alcanzo y es más alta.

Parece que se acerca, y se evapora.


Parece que amanece, y es la aurora.

Parece que es su voz, me sobresalta,

y siento que algo huye, algo salta

como una luz esquiva y brincadora.


Pero sigo esperando, que a mi modo,

en ese hueco de esperarla, todo

me sabe a la alegría del reencuentro.


Si en mi pulso ya late su latido,

¿qué será cuando, al ver que ya ha venido,

la semana de Dios me suene dentro?


Parece que ya estamos y no estamos.

Parece que es el día y no es el día.

Parece que traía y nos traía

un domingo de palmas y de ramos

y todavía el día no alcanzamos,

aunque nos parecía que venía,

aunque al mirar a lo lejos parecía...

Y por esa esperanza la esperamos.


Parece que la tengo, y no la tengo,

parece que en la mano la sostengo

pero en la mano yo no la distingo.


Parecía que nunca volvería.

Parecía que ya no se acordaba.

Parecía que el tiempo la alejaba

y que en el tiempo mismo se perdía.


Parecía que no nos conocía.

Parecía que ya nos olvidaba.

Parecía que poco le importaba

volver al mismo nido... Parecía.


Pero mirad al sol haciendo guiños

en los ojos sagrados de los niños,

donde se purifica la mañana...


Esperad, mis impacientes paisanos:

para tocar el cielo con las manos

nos falta solamente una semana.


Carlos Fernández Llaneza