EL OTERO
Fiestas de agosto
Carlos Fernández Llaneza 31.08.2020
Agosto nos dice adiós. Totalmente condicionados por una inédita emergencia sanitaria, nos hemos visto obligados a alterar usos y calendarios. Muchos pueblos que celebraban sus fiestas en este mes se han quedado a verlas venir. Desde el oriente al occidente, cientos de festejos hibernan en verano a la espera de tiempos mejores para reencontrarnos con el típico bullicio astur. Volverá. Voy a proponerles hoy, en ese juego de evocación recíproca, que, ya que no hemos tenido fiesta de prau que echarnos a la boca, tiremos de archivo personal: ¿Cuál es su fiesta favorita? ¿Qué fecha es la que le evoca los mejores recuerdos de esos festejos en el pueblo o en el barrio y que llevamos grabados en el corazón? Vívidas reminiscencias que sirvan como homenaje a esas celebraciones orilladas en este calendario agosteño que hoy da su último aliento. Memoria esperanzada en que, más pronto que tarde, disfrutemos de nuevo del encuentro.
Mis recuerdos de fiesta van unidos, de forma indeleble, a los festejos de Nuestra Señora de los Ángeles del Vallobín, el 2 de agosto, que empezaron a celebrarse en 1954 y que llegaron a tener un programa de festejos ¡de una semana! Días en los que la rutina habitual saltaba por los aires, cada hora era diferente. Todo comenzaba con la siega del polifacético campo del Pascón, situado justo delante de mi casa, y que servía como escenario diario de juegos infantiles, para tender la ropa al verde, para que pastaran las vacas de Violeta de La Matorra, para varear colchones de lana o como campo de fútbol para alguno de los equipos que el barrio tuvo. Desde entonces -es inevitable- el olor a la hierba recién segada me retrotrae a aquellos días. Luego la contemplación nerviosa de la llegada de los barraquistas. El montaje de los caballitos, del tiro, del tren de la bruja, de las lanchas, del entoldado del bar, del quiosco de las orquestas, del paraguas de luces multicolores... Todo contemplado desde la mirada asombrada y ansiosa de un niño desbordado por la inquietud. Acompañaba a colocar los banderines que daban a las calles de barro y polvo un sorprendente tinte polícromo. Los arcos a la entrada de las calles principales, habituadas a la mortecina luz de una mísera bombilla, pregonaban con su colorida luminosidad días especiales. Como hijo de uno de los directivos tenía alguna pequeña responsabilidad también. La mía era sellar los vales de los bollos y del vino que se darían a los asociados. O acompañar a buscar los álbumes a la imprenta (¡ay el olor del papel recién entintado!) Y mi favorita: ayudar a guardar las docenas de voladores en el sótano de casa, cosa totalmente impensable hoy en día. Y llegaba el día. Y la vida cambiaba. Y la normalidad se desvanecía. La fiesta se adueñaba de la calle. Y el barrio se permitía el lujo, por unos días, de envanecerse y olvidar sus carencias. Las horas se tornaban alegres. La alborada con el disparo de "gruesos palenques" te arrancaba del sueño y de la monotonía. Los gigantes y cabezudos retaban nuestros miedos infantiles. La algarabía de las charangas y pasacalles desterraba tristezas y ausencias. Las romerías hacían olvidar las penurias de un barrio que soñaba con ser ciudad. Las verbenas, amenizadas por "afamadas" orquestas o por la gramola del Topu o la de Vizcaíno, aparcaban desasosiegos y pesadumbres de familias que enfrentaban un futuro con temor e incertidumbres, sí, pero también con ilusión y esperanza. Aquellos días de agosto son mi recuerdo hoy. Aquella fiesta fue y será, para siempre, mi fiesta.
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