El Otero
Si sumamos un sol vencido dejándose atrapar por un horizonte encendido, la combinación es perfecta.
Una jornada de trabajo, densa e intensa, me devolvía a casa con más kilómetros de los deseados en el cuerpo; la prisa no era, esta vez, compañera de viaje; un alto en el camino se me antojaba buena idea. Sin duda, mucho mejor que una solitaria gasolinera, era un hermoso rincón de la costa llanisca. La tarde, una de ésas tan esquivas últimamente: cielo limpio y claro. Y se daban las condiciones que contaba al principio: un mar como una balsa de aceite, y un sol, rotundo y entregado, en un magnífico ocaso de este verano recién estrenado.
Me quedé allí. Contemplando. Admirando. Saboreando. Disfrutando. Y pensando.
El tiempo se hizo huidizo, dejó de querer ser contado. Simplemente, paró. No sé si fue mucho o poco, ¡qué importa! El mar, el sol, un cielo abierto. La montaña asturiana a la espalda... y yo. Solo. ¿Qué más se puede pedir? Los ajetreos de la semana quedaban muy lejos, se desvanecían con otras preocupaciones como un dibujo con tiza en el suelo bajo la lluvia. Allí estaba lo real. Naturaleza plena. Respiraba profunda y tranquilamente. Y dejé volar los pensamientos. Y cuando los liberamos de ataduras, van y vienen por donde les place, sin someterse a reglas ni componendas, y se mezclan, enredan y agitan.
En el armario en el que cada uno guarda sus propios recuerdos hay estantes a la vista de todos, pero también, lógico, hay cajones ocultos y cerrados bajo llave, intimidad lejos de cualquier mirada codiciosa.
En el ámbito de lo confesable, vaya usted a saber por qué, Oviedo se hizo presente; no será por el mar...; pero sí que me dio por pensar en la ciudad, en lo vivido, en lo hecho, en lo que queda por hacer, en lo que me gustaría que se hiciera, en lo contado y en lo callado. Sobre lo contado, intentaba repasar las líneas compartidas desde esta ventana a la que me asomo semanalmente. Oviedo tiene demasiadas aristas, podemos mirarlo desde muchas perspectivas y ninguna tiene por qué ser la mejor. Cada mirada sobre una esquina de ese Oviedo que todos vivimos es única, diferente e igual de valiosa.
Escribir cada semana, lejos de convertirse en obligación o rutina, es como un pequeño viaje íntimo y personal. Y un reto. Una visión, desde mi más honda libertad de expresión, atesorada y mimada como algo propio e inalienable.
Desde esa libertad me expreso. Convencido de mis palabras y con la ciudad, auténtico telón de fondo, como única motivación, justificación y pasión.
Oviedo ahí está y estará, dando mucho de qué hablar y, seguro, muchos motivos para escribir, pero un paréntesis estival no viene mal a nadie.
Oviedo, siempre.
Oviedo, siempre
Una reflexión sobre las múltiples facetas que tiene la ciudad
03.07.2013
Carlos Fernández Llaneza
Qué tendrá el mar para conseguir, a la mayoría, atraernos, fascinarnos, cautivarnos...? Si la mar está brava, despierta y aviva los sentidos, zarandea los sentimientos y desadormece los recuerdos; si, por el contrario, está en calma, nos sosiega, relaja... Acomoda un corazón alterado al ritmo manso y sereno del suave oleaje que viene y va con cadencia cansina.
Si sumamos un sol vencido dejándose atrapar por un horizonte encendido, la combinación es perfecta.
Una jornada de trabajo, densa e intensa, me devolvía a casa con más kilómetros de los deseados en el cuerpo; la prisa no era, esta vez, compañera de viaje; un alto en el camino se me antojaba buena idea. Sin duda, mucho mejor que una solitaria gasolinera, era un hermoso rincón de la costa llanisca. La tarde, una de ésas tan esquivas últimamente: cielo limpio y claro. Y se daban las condiciones que contaba al principio: un mar como una balsa de aceite, y un sol, rotundo y entregado, en un magnífico ocaso de este verano recién estrenado.
Me quedé allí. Contemplando. Admirando. Saboreando. Disfrutando. Y pensando.
El tiempo se hizo huidizo, dejó de querer ser contado. Simplemente, paró. No sé si fue mucho o poco, ¡qué importa! El mar, el sol, un cielo abierto. La montaña asturiana a la espalda... y yo. Solo. ¿Qué más se puede pedir? Los ajetreos de la semana quedaban muy lejos, se desvanecían con otras preocupaciones como un dibujo con tiza en el suelo bajo la lluvia. Allí estaba lo real. Naturaleza plena. Respiraba profunda y tranquilamente. Y dejé volar los pensamientos. Y cuando los liberamos de ataduras, van y vienen por donde les place, sin someterse a reglas ni componendas, y se mezclan, enredan y agitan.
En el armario en el que cada uno guarda sus propios recuerdos hay estantes a la vista de todos, pero también, lógico, hay cajones ocultos y cerrados bajo llave, intimidad lejos de cualquier mirada codiciosa.
En el ámbito de lo confesable, vaya usted a saber por qué, Oviedo se hizo presente; no será por el mar...; pero sí que me dio por pensar en la ciudad, en lo vivido, en lo hecho, en lo que queda por hacer, en lo que me gustaría que se hiciera, en lo contado y en lo callado. Sobre lo contado, intentaba repasar las líneas compartidas desde esta ventana a la que me asomo semanalmente. Oviedo tiene demasiadas aristas, podemos mirarlo desde muchas perspectivas y ninguna tiene por qué ser la mejor. Cada mirada sobre una esquina de ese Oviedo que todos vivimos es única, diferente e igual de valiosa.
Escribir cada semana, lejos de convertirse en obligación o rutina, es como un pequeño viaje íntimo y personal. Y un reto. Una visión, desde mi más honda libertad de expresión, atesorada y mimada como algo propio e inalienable.
Desde esa libertad me expreso. Convencido de mis palabras y con la ciudad, auténtico telón de fondo, como única motivación, justificación y pasión.
Oviedo ahí está y estará, dando mucho de qué hablar y, seguro, muchos motivos para escribir, pero un paréntesis estival no viene mal a nadie.
Oviedo, siempre.
Publicado en La Nueva España el 3 de julio de 2013