A tres minutos del Apocalipsis
El alud de malas noticias y la vulnerabilidad del mundo
29.01.2015
Carlos Llaneza
Ya lo dice el refrán: si no quieres caldo, taza y media. Por si no fuera bastante el alud diario de noticias como para echarse a temblar, resulta que, entre la crónica político judicial, económica, carcelaria y demás alegrías, se nos cuela una que nos alerta de que un grupo de diecisiete científicos galardonados con el Nobel ha decidido adelantar el reloj del Apocalipsis en dos minutos. Se trata de una figura simbólica que desde 1947 alerta de la vulnerabilidad del mundo frente a un desastre a escala planetaria. El reloj, fundado por el Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago, sólo se ha movido 18 veces en toda su historia y se queda ahora a tres minutos de la medianoche: una catástrofe global. La última vez que estuvo tan cerca del fin del mundo fue en 1984, con EE UU y la URSS en plena Guerra Fría. En 1991 se encontraba a 17 minutos. ¡Pues qué bien! Donde éramos pocos...
¿Se han preguntado alguna vez qué harían ante un inminente "The End"? Cuentan que las víctimas del 11-S, conocedoras de su destino, se dedicaron a llamar a sus seres queridos para decirles, sencillamente, que les amaban. Todo lo demás, se difumina. Parece que no importa... Quizá ese supuesto Armagedón sea como en esas superproducciones de Hollywood repletas de efectos especiales en los que los edificios más emblemáticos del mundo saltan por los aires. O quizá no. Francamente, me importa un bledo. Nunca creí en profecías de mal agüero; es más, el fin del mundo para muchos es hoy. O ayer. O quizá mañana.
Sobre edificios señeros saltando en pedazos, por cierto, algo sabemos ya en Oviedo. Mi abuelo Julio me contaba que vio con sus propios ojos como la torre de la Catedral, "índice de piedra que señalaba al cielo", quedó amputada después de recibir un cañonazo en plena guerra civil. Pocos años antes, la Cámara Santa, nada más y nada menos, había volado; no precisamente a lomos de serafín alado alguno. El propio edificio de la Universidad, biblioteca incluida, claro, ardió hasta el tuétano. Y cientos de edificios de la muy noble y muy leal quedaron reducidos a escombros.
Que todos tendremos -certeza absoluta- nuestro particular fin del mundo no es novedad alguna. Como tampoco parece que quiera ser novedad ni noticia que preocupe en occidente, el fin del mundo que llegó hace unos días a más de dos mil personas asesinadas en Nigeria en un absurdo y cruento atentado islamista más. ¿Qué opinarían del fin de los tiempos los miles de exterminados en el campo de Auschwitz que anteayer conmemoraba el 70º aniversario de su liberación? Y no sigo con la nómina de despropósitos apocalípticos que, por desgracia, hay. Vaya si hay...
El fin está ahí, sí, pero no menos que la esperanza, la ilusión y las ganas de seguir adelante que ponen miles de ciudadanos cada mañana. Personas dispuestas no a embadurnarse en cenizas impregnadas de lágrimas, sino a dar lo mejor de sí para que el mundo siga y, a poder ser, mejor. Así que déjenme de teorías siniestras y aunque sabemos que a todo gochín le tiene que llegar su samartín, el día y la hora, nadie lo sabe. Ni el individual ni el colectivo. Entre tanto, gafes taciturnos al margen, vivamos con plenitud, con una buena medida de aceite en la lámpara de la preocupación por los demás, en tanto que podamos, y con la confianza de que, como ya decía Tito Livio en la Roma de hace más de dos milenios, "el sol no se ha puesto aún por última vez".
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