Carlos Fernández Llaneza
Que el mundo del trabajo no goza de su mejor estado de salud lo sabemos; no en vano -y no me extraña-, es la principal preocupación de los españoles, pero sí que es cierto que en él han cambiado muchas cosas. Yo no sé si otras generaciones dirían lo mismo, pero cuando hablo con amigos que miramos a la cincuentena con más proximidad de la deseada, compartimos la sensación de que somos una frontera entre dos mundos muy distintos. De niño, ir a veranear a un pequeño pueblo de León me parecía una aventura y un lujo; a mis hijos, sospecho, el mundo les quedará pequeño. Por no hablar de los cambios en la tecnología que nos rodea y que para nosotros sería, sencillamente, ciencia ficción. De la realidad de nuestros padres a la de nuestros hijos hay un enorme abismo, y nosotros estamos con un pie en cada lado. Por eso, en esta época de la sociedad de las comunicaciones, de la biorrobótica y de las nuevas tecnologías, me parece pertinente evocar otros oficios que nosotros conocimos y que ya, sencillamente, forman parte de los recuerdos.
Comencemos por el de las lecheras. Además de las que iban a la plaza del Paraguas, mi tía Julia subía diariamente desde San Claudio con una burra cargada con lecheras de latón vendiendo cacinos de leche a clientes habituales. Ya lo dije en una ocasión; para verlas hoy, a Trascorrales, pero en bronce.
Otro que no fallaba a la cita era el de (póngase el silbido pertinente) ¡afiladoooor paragüero...! Con una motocicleta cuya rueda servía de fuerza motriz para el ingenio afilador. Allá íbamos, con nuestros cuchillos, tijeras o navajas, y a fardar de que nos poníamos cerca de las chispas y no nos quemábamos.
¿Y qué me decís de los limpiabotas? Por Melquíades Álvarez había casi siempre uno, con un puro siempre en los labios, dando por igual lustre a los zapatos y palique a los clientes. Nombres como Ignacio Arribas o José Ramón Crespo forman parte de la historia local de ese oficio.
Y cómo no acordarse de los serenos. En Vallobín ejercía Molina, al que nunca supe por qué, mis hermanas utilizaban, de forma inmisericorde, para meterme miedo; no sé, sería el capote, la gorra, la noche... En Oviedo los hubo desde 1820, en que el Ayuntamiento los consideró como «una de las medidas de policía más importante para asegurar la tranquilidad pública, para evitar robos y otros excesos, y para que los vecinos tengan auxilios en los accidentes imprevistos que suelen ocurrir en horas extraordinarias de la noche».
A los que veía cada vez que desde el Vallobín «iba a Oviedo», por la calle Independencia o por la Pasarela, era a los maleteros de la Renfe, que, en unos carros de dos ruedas, llevaban equipajes o mercancías por la ciudad. Pertrechados con un mandilón azul y una gorra de plato, y carentes de toda prisa, era fácil verlos esperando, pacientes, la llegada de los trenes en el andén de la estación.
Manolo era un vecino que tenía una colchonería en la calle Independencia. En ocasiones, llevaba los colchones de lana a varear al prao que estaba justo enfrente de mi casa. Allá íbamos a hacer silbar las largas varas de avellano y esponjar aquellos colchones en los que me tocó dormir unos años. Tenías que hacer el furaquín y listo. Diles tú ahora a los del viscoelástico, látex y demás que vareen; más bien dan la «vara».
En fin, podría seguir con vendedores ambulantes, cobradores a domicilio, como el de Santa Lucía, que puntualmente, cada mes, acudía a cobrar el seguro de exequias, u otros muchos que dejo para que revolváis un poco en vuestros propios recuerdos y rindáis vuestro particular homenaje a todos estos ovetenses que, con sus trabajos, nos hicieron la vida un poco más fácil.
Publicado en La Nueva España el 5 de junio de 2013