Ni una más, ni una menos
Un alegato contra la violencia machista
Carlos Fernández Llaneza 27.11.2017
Ni una más, ni una menos
Del conjunto de la sociedad, como si de una sola garganta se tratase, debería salir un hondo y desgarrador grito: ¡basta ya! Un clamor ensordecedor ante esos números, fríos y anónimos, que avergüenzan. Que deberían abochornarnos al constatar, dolorosamente, que en la última década nos faltan más de novecientas mujeres, veintitrés de ellas en nuestra Asturias querida. O que más de un millar de mujeres, hurtándoles buena parte de su libertad, precisen aquí, no en ningún desierto remoto, protección policial cada día, cuando tendría que ser el agresor el que debería de estar vigilado, digo yo. Datos. Estadísticas. Pero que esconden detrás la imagen de una mujer atormentada. Humillada. Vencida. Aovillada en algún oscuro rincón de su hogar -espacio sagrado y seguro, creía en vano- rumiando un por qué. Preguntándose ¿qué he hecho mal? ¿Por qué? Madres que comparten con sus pequeños el terror de vivir un infierno dentro de su propia casa, porque el marido-padre es un auténtico canalla que cree que su mujer puede ser un mueble que le pertenece como cree que le pertenece su dignidad pisoteada. Ultrajada en las sombras de su propia vida se pregunta en qué momento el hombre al que amó se convirtió en esa bestia que degrada, día tras día, su estima. Que doblega, poco a poco, su honra. Hasta reducirla a unas míseras cenizas de lo que fue.
Quizá fue, recapacita mientras sus lágrimas arroyan de nuevo por los surcos erosionados de su rostro, cuando empezó a ningunear sus propias opiniones. Acaso debería haber sido consciente de que las promesas de amor eterno habían mutado cuando los reproches por cualquier nimiedad cotidiana eran el inevitable preludio a una interminable cascada de insultos vejatorios. Tal vez debería haberse alarmado seriamente en el instante en el cual el otrora príncipe azul de opereta, convertido en nauseabundo sapo ahora, insistía en controlar sus salidas, sus llamadas, su mensajes. O el día en el que comenzó a llamarla puta cuando, con un ligero maquillaje intentaba retener esa belleza que, aun en juventud, se marchitaba tan rápido como su amor propio.
No. Por más vueltas que le daba no lo entendía. Y, finalmente, pensaba: ¡pero qué poca cosa soy! ¡Qué mal lo he hecho! Quizá él tenga razón y la culpable sea yo, razonaba torpemente cuando le pegó por primera vez. ¡Ahí ganó! ¡Ya tiene a la víctima abatida. Sometida a la voluntad, voluble y caprichosa, del macho alfa! Del tipo ejemplar puertas afuera y del canalla miserable cuando cruza el umbral de su casa.
¿Qué perdimos en la evolución de la especie en la mente del hombre? ¿Por qué no hay mujeres que se comporten así? ¿Por qué las mujeres no violan, ultrajan, agreden, humillan, anulan, someten y matan en similar proporción? ¿Qué pasó -me pregunto- para que un problema -diría que casi exclusivo de los hombres- lo sigan pagando las mujeres?
Cada vez que los medios nos arrojan la noticia de un nuevo asesinato de una mujer, mi condición masculina se avergüenza y encoge.
Que estos días de recuerdo sirvan para ser conscientes de que estamos ante un problema que atañe a toda la sociedad en su conjunto. A toda. Colectivamente esa sociedad debe gritar: ¡Ni una muerte más! ¡Ni una mujer menos!
Nunca más.
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