Un paréntesis de paz
Un paraíso natural a la puerta de casa
Carlos Fernández Llaneza 29.04.2019
Lo que les voy a contar sucedió el pasado Domingo de Pascua. Un soleado día primaveral. Absolutamente idóneo para caminar. En un momento de la caminata decidí parar y tumbarme un rato sobre la yerba, cosa no habitual. Y escuchar. Abrir un paréntesis. Un momento de pausa que no obedecía a ningún porqué. Sin más, el tiempo se detuvo. Y allí estaba, embelesado, rodeado de un entorno arrebatador, de una naturaleza empeñada en sorprender. De paz. Un raitán se posó a escasos metros y, me atrevería a decir, algo jactancioso, me regala su música. Vivaces jilgueros le acompañan desde unas ramas cercanas. Los grillos -cada vez menos- suman sus acordes. Un cuco, en la distancia, que pareciera celoso del espectáculo, también se incorpora. Y por el medio se entrecruzan decenas de cansinos zumbidos. En ese preciso momento me gustaría fundirme en la escena. Como si esa imposible simbiosis fuera factible. Desearía que nada ni nadie pudiera advertir mi presencia. Porque siento que soy el que sobra. Formo parte de la especie que, desde hace años, está empeñada en hacer saltar por los aires esta perfecta armonía. Y nada más. Y nadie más. Los sonidos se sobreponen, se entrecruzan. Todos son música. Ninguno chirría; al contrario, te acunan, te sosiegan, te vencen. Y te enseñan a ser más humilde. Silencio, sólo el que pudiera traer dentro de mí, si es que existe. Pero es lo más parecido porque nada estorba. Nada sobra. Ni el vago rumor de la cercana ciudad se atreve a incordiar, a romper el suave lazo de magia que envuelve el instante. Toda la lastimosa realidad que rodea esta virtual burbuja se ha desvanecido. Por un instante, sencillamente, desaparece. Me resisto a irme. No deseo romper este instante que tan bien conjuga quietud, bienestar, calma y despreocupación. El después espera. Pero esos minutos ya son míos para siempre. Se han quedado grabados para rumiarlos cuando el camino, nuestro particular camino, ese que nos aguarda tras el próximo recodo, quizá no sea tan agradable. Quién sabe, quizá la felicidad, tan huidiza y esquiva como caprichosa, sea una pequeña colección de momentos efímeros como éste. Así que, contento, sigo mi ruta.
Al poco me encuentro un curioso banco. Unos maderos cobijados en el abandono. A juzgar por su aspecto hace mucho que nadie reposa en él. Cubierto de líquenes, musgo y olvido, sólo el sol parece querer descansar en su asiento. Las plantas ya hace tiempo que le han perdido el respeto y trepan, sin miramiento alguno, por sus húmedas patas. Un banco ignorado. Infrautilizado. Despreciado. Al que los caminantes le han dado la espalda. Del que nadie disfruta. Al que todos parecen desechar. Prescindible. Aunque en medio del desuso, insiste en resistir. Intenta no vencerse y dejarse pudrir. Le imagino esperanzado en que algún caminante decida recomponer su fatiga fijándose en él. Me parece metáfora acertada: igual que el Naranco que lo acoge. ¡Ah! ¿no se lo había dicho? Ese pequeño paraíso temporal que un domingo reciente me aceptó está a la puerta de su casa. Esa burbuja de naturaleza esencial que me cobijó por unos instantes es parte de su propia biografía. De su propia ciudad. Sepan que, como ese banco achacoso y doliente, les espera.
Si se dejan un poco, quizá también les sorprenda regalándoles un fugaz, aunque intenso, paréntesis de felicidad. En su mano está.
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