domingo, 23 de mayo de 2010

Barrios en el recuerdo.

BARRIOS EN EL RECUERDO


La Nueva España, con su serie de reportajes sobre los barrios de Oviedo, ha conseguido despertar muchos de los recuerdos que conservo en lo más hondo de mi memoria, o de mi alma. Decía el escritor latino Marco Valerio que “Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces” y estoy de acuerdo. Y es que no es difícil cuando lees un artículo sobre el que es tu barrio, Vallobín, o estos últimos días sobre el vecino de la Argañosa, dejar volar la memoria y disfrutar reviviendo momentos de aquel Vallobín, quizá algo desdibujado en la actualidad, en el que nací hace cuarenta y tantos años y que, quizá, sea algo difícil de reconocer en el actual. Hoy tanto Vallobín como la Argañosa son realidades social y urbanísticamente diferentes. Indudablemente mejor en muchos aspectos, pero temo que se hayan dejado parte de su esencia en el camino. Hoy quiero recordar el barrio en el que las casas estaban repletas de niños; montones de guajes que hacían suyos los muchos praos como diarios escenarios de juegos para el pío campo, rula, los mejis, roma, las chapas, y una larga retahíla de juegos que sorprenderían, sospecho, a la generación de la Wii y la PS-2. Praos compartidos armónicamente con las vacas de Violeta y con la ropa tendida al verde. Las grandes praderías de la Ería dónde, vaya Ud. a saber porqué, íbamos siempre a “cazar” esculibiertos. Escenarios al aire libre dónde apurábamos las jornadas de sol a sol saboreando una libertad sin responsabilidades ni preocupaciones que ya quisiéramos ahora. Los mismos praos que se transformaban mágicamente cada dos de agosto cuando llegaba la Fiesta, Ntra. Sra. de los Ángeles, con su tren de la bruja, las lanchas, el tiro, los voladores y los gigantes y cabezudos, los banderines multicolores serpenteando todas las calles y las comidas con invitados en las que salían de su clausura la vajilla y manteles de las ocasiones especiales. Calles de mucho barro en invierno y demasiado polvo en verano. Con unos cuantos postes escuálidos y menos bombillas; ir por la leche a Los Casones cada día, especialmente en invierno, de noche, era para los que no tenían miedo. Calles, eso sí, rebosantes de vida en las que por supuesto, no faltaba el comercio de proximidad, que se diría ahora. Para mí el más importante, el estanco de Ángel. Auténtico templo donde dejaba mis escasas pesetas en el DDT y el Mortadelo semanal, los caramelinos de perrona, los chicles Dunkin y los coches de plástico si alcanzaba. Y muchos bares: La Herradura, el Molokay, Los Charros, el Villanueva, la Cueva, el Llanera, las Dos Vías, el Benigno, la Gloria, el Jambalaya, el Ruedo, el Trubia, la Pescal… Tiendas de ultramarinos, como no, antes de la era de los hipermercados, allí estaban las tiendas de Ovidio, de Ángel, de Miro, el Spar de Maxi, y las droguerías de Marcelino, con su altillo vivienda, la de Jomaijo, la de Diana; la farmacia de Pedro, la churrería de la Flor, la librería de Pérez, dónde mercábamos los pizarrines y el necesario material escolar; la zapatería de Luis, la mercería de Gloria, la confitería la Llanisca y luego la de Martín y Naranco; y los colegios de Dña. Joaquina, dónde aprendí las primeras letras antes de ir al recién inaugurado San Pedro, y el Colegio García, trapos y porquería a decir de los que pertenecíamos al otro, claro. La carnicería de Jesús, la panadería de Gelines, la pescadería de “Ción”, la barbería de Octavio y la del Aseo, la carbonería los Ángeles, con su almacén de vinos en el que a la vez que ayudábamos a rellenar botellas, dábamos generosos tragos a la goma (hoy el propietario acabaría entre rejas…) el almacén de chocolates Chobil, cómo olía…y la industria por excelencia, Mantova, de dónde se rumoreaba que en su azotea había una piscina, ¿sería verdad? Por supuesto, también había sereno, Molina, con el que no sé porque extraña razón mis hermanas me metían miedo. Y por encima de todo su gente. Gente sencilla, trabajadora, solidaria y alegre. Todos conocíamos a todos. Y todos sabíamos perfectamente quién era quién. Con esa gente empezó a nacer mi primera vocación social a la sombra del incipiente movimiento vecinal y empezó a despertar mi sensibilidad política de la mano de personas con minúscula, que me enseñaron cómo es la política con mayúscula. Un barrio en el que tuve también la suerte de descubrir una Iglesia encarnada y comprometida en su realidad social, muy distinta de otra Iglesia más distante que me habían enseñado. Ese era mi barrio. Ese es el barrio que fue, para que hoy llegue a ser el barrio que es. O al menos así lo recuerdo. Con esta mirada desde el sentimiento. Una mirada como la de aquel niño que cada día se asomaba a su ventana sobre un montón de tejados de hogar, presididos en un cercano horizonte, desde su otero tranquilo, por la cúpula bermeja de San Pedro de los Arcos. Un recuerdo con cierta carga de nostalgia pero con una mirada esperanzada a un futuro que deseo y espero cada vez mejor.

Me alegro de esta iniciativa de la Nueva España, así Vallobín en particular, y la Florida, la Argañosa y demás barrios de Oviedo en general, al contrario que el Coronel ideado por García Márquez, si tendrán quién les escriba.

Publicado en La Nueva España el 9 de junio de 2008

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