El Otero
Árboles vencidos
Del carbayón al olivo del cementerio de peregrinos
26.02.2014
Carlos Fernández Llaneza
Me gusta el viento. Y si es del sur, otoñal, mejor. En días así busco alturas en las que sentarme a vivir el horizonte, mientras las ráfagas, tenaces y constantes, me agitan, me revuelven y envuelven. Contemplando. Sintiendo. Dejando que se lleve las cenizas de lo que no ayude a seguir, siento que me renueva un poco más en cada embestida. Si escuchas, oirás más de lo que imaginas... Pero, a veces, ese viento conciliador afila las garras y se muestra arisco, huraño, agresivo, como si quisiera cobrarse viejas deudas, vete tú a saber por qué y de quién, y, en ese arrebato de furia, se lleva por delante lo que se interponga. Y así lo quiso demostrar, otra vez, en este loco febrero, dejando bien sentada su firma poderosa. Una de sus últimas fechorías fue llevarse buena parte del centenario olivo del cementerio de los peregrinos de nuestra Catedral, ¡cuánto Oviedo ha pasado bajo su sombra! Siento pena al ver, desmochado, a ese árbol que decidió echar raíces, no en Jerusalén, de dónde se dice que procede, sino en tierra carbayona, para siempre ya, compartiendo vida y destino con la propia Sancta Ovetensis, como nos narró, brillantemente, Agustín Hevia Ballina en días recientes.
No hace muchos días, compartía el disgusto de un amigo que vio, impotente, cómo ese mismo viento afilado se había llevado una faya que él había plantado hace dos décadas con sus propias manos.
No puedo evitar, magia de los olores, cada vez que percibo el intenso olor de las mimosas, evocar a una enorme que estaba en la finca del caserón de Subirana, que hoy ocupa el colegio Auseva. Una noche de viento rabioso se la llevó por delante, tapia incluida, dejando a la vista los secretos ocultos, casi esotéricos, que imaginábamos en la que por todos era conocida como la "casa embrujada".
Los viejos negrillos de San Pedro de los Arcos, que vieron, como testigos privilegiados, estirarse la ciudad a sus pies, tampoco están ya. No fue el viento esta vez, sino la grafiosis, enfermedad que se llevó a casi todos los olmos del concejo, como el que estaba delante del Reconquista, cedido bajo el peso de la nieve reciente y la fuerza del viento, a las 12.15 del 10 de diciembre de 1990; iba a ser declarado monumento natural. Muy probablemente habría sido plantado en torno a 1754.
Don Fermín Canella también recordaba con pesar el triste amanecer del 25 de noviembre de 1865 cuando "vino la luz para consuelo de todos, tras una noche de terror sin sueño, perturbado por el huracán que azotó al pueblo de Fruela (...) en el Campo, más de treinta árboles llenos de vigorosa lozanía cayeron al suelo, unos tronchados, descepados los más, y entre ellos, el famoso negrillo, así llamado por autonomasia, esbelto, gallardo, de artística copa".
Cómo no recordar a nuestro carbayón, tótem y gentilicio, que cayó un 2 de octubre de 1879, vencido por el ansia especulativa, permitiendo así ensanchar, regada ya para siempre con su sangre verde, la calle Uría. Años después, en 1925, la hilera central de álamos del paseo al que habían dado nombre, sucumbieron ante el hacha ciega y sedienta. Y en el Campo, que hoy cuenta con 955 árboles, ¿cuántos quejidos llorosos de troncos segados pudimos oír?
Ojalá que sus robles -algunos atesoran tres centurias de ser ovetense en su hondas raíces- gocen aún de larga vida. Años más tarde fueron los chopos de Geológicas, los tilos del actual parque del Marqués de la Rodriga... Sea el viento o la enfermedad, inevitable, sea por el hacha, evitable en muchos casos, cada vez que un árbol cae, algo muy nuestro falta.
Me alegra enormemente que el olivo de la Catedral tenga una segunda oportunidad; como un ave fénix, podrá seguir agazapado sobre nuestras piedras milenarias, y de su madera derrotada surgirá una talla artística que acompañará, al otro lado de los muros catedralicios, al viejo olivo.
Y confiemos que, más pronto que tarde, cuando miremos a los ojos a nuestro Naranco, veamos lo que siempre fue y nosotros le impedimos ser: un bosque, legión de árboles, abrigo y abrazo de la ciudad, que quiere ser de todos y para todos.
No se me ocurre mejor epílogo para hoy, que estos hermosos versos de Neruda:
"Me acerqué y era tal / su fuerza herida, / tan heroicas sus ramas en el suelo, irradiaba su copa / tal majestad terrestre / que cuando / toqué su tronco yo sentía que latía / y una ráfaga / del corazón del árbol / me hizo cerrar los ojos y bajar la cabeza...".
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