El Otero
La revolución de las mariposas
A veces, hay que apreciar la belleza sin hacerse preguntas
04.09.2013
Carlos Fernández Llaneza
Cuando niño, odiaba aquellos anuncios de Galerías Preciados que, con el gran titular de «Vuelta al cole», presagiaban un próximo final del verano y, efectivamente, el inevitable regreso al colegio; menos mal que en Oviedo, con las fiestas mateínas, se amortiguaba un poco, y con la dedicación diaria a poner manteles en La Herradura, por los que nos llevábamos cinco duros que cambiaban de mano en la Chucha, a escasos metros, desfiles de América en Asturias, y seguir a alguna mocina por el Campo, con nulo éxito -pardillos éramos...-, el mes pasaba visto y no visto, y cuando te dabas cuenta, estabas ya en las vacaciones de Navidad. Pues eso, llega septiembre y sin cole al que volver, sí retornamos a nuestras tareas profesionales y, cómo no, a asomarnos a esta ventanina desde la que vamos charlando de lo humano y lo divino cada semana.
Pasó rápido el verano y, aunque estuve en otros menesteres que me abdujeron por completo, y en otros lugares, no fui capaz de romper ese invisible cordón umbilical que me une cada día a la realidad cotidiana ovetense a través de la página web de LA NUEVA ESPAÑA. Y la ciudad, claro, no para, como debe ser, porque la vida, sencillamente, tampoco se detiene.
Ya en Oviedo, retomé mis añorados paseos naranquinos, que, aunque las caminatas por las estribaciones de la sierra de la Culebra zamorana no tienen nada que envidiar, el Naranco, amigo, es el Naranco... y en uno de esos paseos en días recientes me sorprendió ver algo que nunca había contemplado. Cientos de mariposas revoloteaban anárquicamente por la cima de la peña Llampaya configurando una escena realmente curiosa. Me preguntaba por qué esa eclosión multicolor, pero para qué. A veces es suficiente con preguntarse menos y, sencillamente, disfrutar. La vida de la mayoría de especies de mariposas, sabido es, es efímera, pero en esos pocos días nos maravillan y sorprenden por algo tan sencillo, como esa humilde exhibición de colorido, sutileza y belleza. Por su poder de transformación y de, podríamos decir, dedicar su vida a adornar nuestro paisaje y que algún caminante se maraville unos segundos con semejante revolución.
Seguro que a las mariposas les importan bien poco los preocupantes titulares veraniegos sobre follones con los «palacios» (acertada defensa del Ayuntamiento de los intereses comunes) que algún dolor de cabeza que otro están generando -por cierto, y sin embargo, no se mueve...- o los asuntos de ubicaciones festivas, líos mateínos, polémicas hosteleras y, curiosa noticia, un rebelde zapato amante de nuestro patrimonio, que no encontró mejor sitio para encaramarse que nada más y nada menos que la Foncalada; supongo que a Alfonso III no le pasó por la cabeza usarla como armario para guardar calzado alguno...
Pero, con la vuelta a la ciudad, volví a pasear por las calles de Oviedo, a respirar este aire tan húmedo, tan nuestro, tan diferente al castellano; a contemplar nuestra propia historia dibujada en tantos edificios, a dejarme acoger de nuevo por esa fronda franciscana, sin manteles que poner, ni quiosco, por el momento, en el que mercar aquellos deliciosos caramelos de limón de antaño, pero que sigue siendo la misma. Y al igual que con las mariposas del Naranco, dejé de hacerme preguntas por unos instantes de por qué pasan determinadas cosas tan absurdas y abracadabrantes en nuestra querida Vetusta y, sencillamente, disfruté de mis pasos por las calles de la memoria.
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