El Otero
Quien más quien menos hemos pasado un buen número de horas en un aula. Mi primera escuela fue un bajo interior en el Vallobín; la escuela de doña Joaquina, en la que aprendí las primeras letras y a trazar los primeros números en las pizarras que teníamos y sobre las que, con aquellos pizarrines que comprábamos en Comercial Pérez, dábamos vida y forma a nuestro incipiente saber. Poco tardé en pasar al Colegio de San Pedro de los Arcos, en el que todavía teníamos, como patio de juegos, el viejo cementerio parroquial; revolver por sus sepulturas vacías, lejos de ser un acto rayano en lo sacrílego, se convertía en una diversión más, qué cosas...
Don Fermín Canella, en su fantástica obra «El libro de Oviedo», de 1887, cifra las escuelas del municipio en cincuenta y ocho y da extensa nómina. Habla también del estado de los locales, lamentando, por ejemplo, de San Claudio, Latores, Loriana, San Julián de Box, Naves, Santianes, Nora y San Andrés, «que estas escuelas no tengan más local que el pórtico de la iglesia, esto debe cesar enseguida». En todos los sitios -y tiempos- cocieron habas.
Afortunadamente, hoy la educación llega a todos, aunque oscuras y peligrosas sombras se ciernan en una insensata miopía que impide ver que la principal inversión de una sociedad debería ser, precisamente, en educación.
Supongo que las remembranzas de nuestros tiempos de colegio, instituto o facultad ocupan un buen lugar en las estanterías de la memoria y seguro que a cada uno de los que leáis estas líneas os será fácil entrecerrar los ojos y abrir las ventanas de esos recuerdos de par en par; alguna sonrisa aflorará, seguro. Y también nombres de maestros, amigos, compañeros petardos; evocaciones de miradas furtivas y tímidas, sudores fríos ante los exámenes, regocijo en el fin de curso, miedo a llevar las notas a casa... Fue la cimentación de lo que hoy somos.
No recuerdo muchas cosas de las que estudié, pero sí recuerdo nombres de maestros que intentaron enseñarnos a pensar por nosotros mismos, a respetarnos, que quisieron inculcarnos el arte de ser felices, de vivir una vida plena de vida. Y echo de menos que no nos hubieran contado más sobre ellos mismos, de lo que aprendieron enseñando, de lo que les hizo ser felices y de lo que les produjo dolor; que nos hubieran abierto sus vidas, no sólo sus libros. Maestros que nos enseñaron el camino con y en libertad. Eso sí que no lo olvido.
El poeta Hesíodo, en el siglo VIII a. C., decía que la educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser. Pues eso.
La mayoría de los que me enseñaron a ser lo que fui capaz de ser ya no está aquí, pero es igual; a todos los que fueron y a los que hoy siguen empeñados en no sólo enseñar, sino educar: ¡gracias!
Olor a tiza y futuro
La auténtica enseñanza de los días de escuela
10.04.2013
Carlos Fernández Llaneza
A que a todos os pasó alguna vez que un olor, por sí solo, es capaz de haceros vivir de nuevo momentos que creíais ya perdidos? Seguro que sí. Olores -o una música- que nos brindan un fugaz instante de recreación de un tiempo pasado y vivido, que sólo estaba ahí, esperando, como una brasa que, paciente, aguarda a la brisa para volver a ser fuego. Servidor atesora varios: el olor de la yerba recién cortada, que me lleva a las fiestas del Vallobín, cuando al llegar los barraquistas se segaba el prao. El de la leche hirviendo a diario en mi casa sobre la cocina de carbón, en una escena cotidiana imposible e impensable hoy. O el de un aula, mezcla inconexa de olor a tiza, gomas, cuadernos, libros y ansias por crecer y saber.
Quien más quien menos hemos pasado un buen número de horas en un aula. Mi primera escuela fue un bajo interior en el Vallobín; la escuela de doña Joaquina, en la que aprendí las primeras letras y a trazar los primeros números en las pizarras que teníamos y sobre las que, con aquellos pizarrines que comprábamos en Comercial Pérez, dábamos vida y forma a nuestro incipiente saber. Poco tardé en pasar al Colegio de San Pedro de los Arcos, en el que todavía teníamos, como patio de juegos, el viejo cementerio parroquial; revolver por sus sepulturas vacías, lejos de ser un acto rayano en lo sacrílego, se convertía en una diversión más, qué cosas...
Don Fermín Canella, en su fantástica obra «El libro de Oviedo», de 1887, cifra las escuelas del municipio en cincuenta y ocho y da extensa nómina. Habla también del estado de los locales, lamentando, por ejemplo, de San Claudio, Latores, Loriana, San Julián de Box, Naves, Santianes, Nora y San Andrés, «que estas escuelas no tengan más local que el pórtico de la iglesia, esto debe cesar enseguida». En todos los sitios -y tiempos- cocieron habas.
Afortunadamente, hoy la educación llega a todos, aunque oscuras y peligrosas sombras se ciernan en una insensata miopía que impide ver que la principal inversión de una sociedad debería ser, precisamente, en educación.
Supongo que las remembranzas de nuestros tiempos de colegio, instituto o facultad ocupan un buen lugar en las estanterías de la memoria y seguro que a cada uno de los que leáis estas líneas os será fácil entrecerrar los ojos y abrir las ventanas de esos recuerdos de par en par; alguna sonrisa aflorará, seguro. Y también nombres de maestros, amigos, compañeros petardos; evocaciones de miradas furtivas y tímidas, sudores fríos ante los exámenes, regocijo en el fin de curso, miedo a llevar las notas a casa... Fue la cimentación de lo que hoy somos.
No recuerdo muchas cosas de las que estudié, pero sí recuerdo nombres de maestros que intentaron enseñarnos a pensar por nosotros mismos, a respetarnos, que quisieron inculcarnos el arte de ser felices, de vivir una vida plena de vida. Y echo de menos que no nos hubieran contado más sobre ellos mismos, de lo que aprendieron enseñando, de lo que les hizo ser felices y de lo que les produjo dolor; que nos hubieran abierto sus vidas, no sólo sus libros. Maestros que nos enseñaron el camino con y en libertad. Eso sí que no lo olvido.
El poeta Hesíodo, en el siglo VIII a. C., decía que la educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser. Pues eso.
La mayoría de los que me enseñaron a ser lo que fui capaz de ser ya no está aquí, pero es igual; a todos los que fueron y a los que hoy siguen empeñados en no sólo enseñar, sino educar: ¡gracias!
Publicado en La Nueva España el 10 de abril de 2013
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