El Otero
Tiempo de otoño
Las sensaciones que despierta la estación en curso
Carlos Fernández Llaneza 04.11.2019
Me gusta el otoño. Pertenezco a él. Es la estación para mirar al cielo y no a la tierra. Para entender qué es el color. Para comprender que la naturaleza, en su juiciosa sabiduría, ahorra para dar después con dadivosidad. Quizá, para algunos, resulte algo melancólico. No para mí. No. Es espera; antesala de un porvenir de luz. Sé que añorar el pasado es como correr tras una nube y que, como decía San Agustín, el pasado ya no es y el futuro no es todavía, así que mejor vivir el presente que es lo único que realmente atesoramos. Pero algunos días de otoño me hacen evocar momentos que se han quedado en calendarios vencidos; no sé, tal vez la luz del atardecer, el aroma acuoso de la hojarasca en su mansa metamorfosis, los días de viento... Quién sabe por qué y cómo se activa ese enigmático resorte que despierta memorias dormidas. Y bastó un día de viento recio y testarudo. Cuando canta el viento y gimen los troncos. Cuando lloran las hojas vapuleadas, arremolinadas en un bullicioso caos para alfombrar nuestros pasos con incontables tonos ocres. Los recuerdos saltan y brincan a tardes de estruendoso viento que retorcía los enormes negrillos de San Pedro; añosos olmos altivos: una sinfonía que me mecía y alborotaba a la que me abandonaba dócil e inerte. En ocasiones, buscaba las alturas cercanas para escuchar al viento. De cerca. Cara a cara. Y desvanecer el instante.
Otoño. Momento que dicta el calendario para recordar, aún más si cabe, a los que ya no están. En mis otoños, desdibujados por la perezosa memoria, estaba la cita obligada al pequeño cementerio de Santa Marina de Piedramuelle. Allí aguardaba el olor a lamparillas de aceite. A la humedad silenciosa de la tierra que acoge tantas añoranzas. Velas que aguantaban su calmo tiritar frente al frío de noviembre. Humildes llamas trémulas cumpliendo su misión, discretas y respetuosas, ante el dolor de la ausencia. Y acabado el recuerdo, regreso por caminos arcaicos entre espesas alfombras de hojas de castaño. Senderos que vieron al padre que me acompañaba transitar, calzado de madreñas, día a día de casa al colegio y de la escuela a casa en un tiempo tan distinto y distante que bien pareciera irreal. Cómo echo de menos esos caminos y esas historias contadas y vividas en un presente ya imposible.
El otoño trae la luz menguante. Salir del colegio a las seis de la tarde con la anochecida, en un colegio que compartía patio de juegos con el cementerio de San Pedro de los Arcos, era para valientes que no se arredrasen ante los infantiles miedos compartidos, tan irracionales como inocentes. Tiempos sin disfraces ni caretas impostadas e importadas. Ni falta que hacían; nuestra desbocada imaginación conseguía acelerar pulsos y pasos.
En fin, imágenes guardadas en mi propio álbum carentes, posiblemente, de valor alguno para ustedes. O tal vez sí. Porque con ellas quizá consiga despertar sus propias otoñadas. Días que vivieron quién sabe cuándo y dónde. Que a nada que rasquen un poco en su propia memoria aparecerán vivos e intensos. Sus colores. Sus olores. Sus momentos. Dense una oportunidad de desandar todos esos almanaques ya gastados.
De revivir su propio tiempo de otoño.
https://www.lne.es/noticias-suscriptor/suscriptor/oviedo-opinion/2019/11/04/tiempo-otono/2553039.html
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