El Otero
El silencio de los grillos
La progresiva desaparición del insecto clásico del verano
Carlos Fernández Llaneza 18.06.2018
¿Se han parado a escuchar alguna vez a los grillos? En estas fechas, los prados de Asturias suelen ser un auténtico concierto. O al menos lo eran. Desde hace tiempo, vengo observando que cada vez se oyen menos. Hace unos días, en esa pequeña tira que nos regala Luis Mario Arce en LA NUEVA ESPAÑA, titulada "El reloj de la naturaleza", pude corroborar mis temores: "La voz del grillo campestre ya no es la música de fondo de las noches de verano. Ha dejado de oírse en muchos lugares y, donde aun persiste, los coros han menguado". Lo que nos faltaba. Parece que pesticidas, plaguicidas, fertilizantes y la intensificación agrícola tienen la culpa. Indago un poco más y llego a un estudio realizado a lo largo de dos años por más de 150 investigadores de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza en el que alertan de que más de un cuarto de las especies de grillos y saltamontes de Europa están amenazados. "Si no empezamos a afrontar ya ese problema, el canto de los grillos será cosa del pasado" afirma Jean Vié, director del Programa Global de Especies del IUCN.
Tengo un especial cariño a los grillos. De pequeño, todos los años "cazaba" alguno, (no siempre de la forma más ortodoxa; ya saben, cri, cri, sal que te meo...) y lo tenía en una jaula de plástico, especie de remedo en miniatura de la de la osa Petra en el Campo. Para ello no tenía que ir muy lejos. En el prado enfrente de casa había a docenas. Lo mismo que las hojas de las que se alimentaban. Igual que campaban a sus anchas ranas, sapos, tritones, salamandras... toda una lección de ciencias naturales en vivo. Y hablo de un entorno urbano en el Vallobín de los 70. Tan impensable como imposible hoy. Me encantaba escucharle cantar por las noches. Pasaba tiempo viéndole grillar; es decir, raspar las alas anteriores con las patas posteriores. Muchas tardes de primavera subía al Naranco y dejaba las horas morir tumbado sobre la yerba mecido por su sinfonía coral. Soñando con cambiar el mundo al compás del cri, cri.
Que cada vez queden menos grillos puede parecer irrelevante. O quizá no. Porque tal vez sea una señal que nos alerta de que, de seguir así, en esa larga lista de especies menguantes, más tarde o más pronto, también estaremos nosotros.
Y no son sólo los grillos. Los gorriones, tan populosos en las ciudades, retroceden peligrosamente. Los murciélagos. Las abejas. El salmón. El urogallo. Las ranas y sapos... Alarmas que deberían inquietarnos. Algo va mal. Tal vez nos vendría bien el susurro al oído de la incómoda e inquisidora voz de Pepito Grillo, el entrañable personaje de Disney, sosias de nuestra propia conciencia.
Que el chirriante piar de los gorriones siga saturando los silencios urbanos. Que no sea tarea casi imposible escuchar el croar de ranas y sapos. Que las abejas sigan libando por flores mil. Que los murciélagos señoreen los cielos nocturnos. Y que los grillos continúen orquestando sus multitudinarias melodías en los prados de Asturias. No. No es irrelevante. Es vital que no enmudezcan las noches de verano. Su canto es un clamor a la esperanza de la que vida continúe abriéndose paso a pesar de las zancadillas que el ser humano se empecina en poner día tras día.
Nos va mucho en ello.
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