Historias que se van
Sobre el cierre de negocios clásicos en los barrios
21.01.2015
Carlos Fernández Llaneza
Vivir es apasionante. Hombre, bien es cierto que ver que el tipo que te devuelve la mirada cada mañana en el espejo va teniendo más arrugas y menos pelo, fastidia un poco, pero ¡qué más da!. Le devuelvo unas cuantas muecas absurdas y burlonas sonriendo porque, otra mañana más, simplemente, estamos ahí. Otro día. Otra oportunidad. Otra aventura. Lo peor de esta carrera cotidiana es que a medida que el recorrido aumenta, vas dejando -jirones del tiempo- vivencias, historias y, lo que es peor, compañeros de viaje que se quedan en la cuneta y a los que ves por el retrovisor diciendo adiós... y eso joroba un poco. Pero vivir es así. En fin; viene esto al caso -si es que viene- porque a esta ventana que pretende ser este Otero, nos llegan noticias para que las compartamos en tertulia abierta. Tal es el caso del cierre de un veterano quiosco de Vallobín, arte y parte de una de esas historias que van quedando atrás. Episodios que nunca pasarán a la crónica colectiva de la ciudad pero que, como imprescindible tesela, es necesaria para construir ese mosaico común que, entre todos, hacemos año tras año. Sir Book fue un sencillo quiosco de barrio. Durante veintiocho años, hoja a hoja del almanaque, surtió de prensa, revistas o chucherías a buena parte de la vecindad. Desde su pequeño local de la calle Maximiliano Arboleya 26, tanto contribuía a divulgar las noticias como a surtir de pipas a la pandilla de adolescentes que pasaban las horas, despreocupados, tejiendo un futuro que pensaban que nunca llegaría, en la "calle cortada", a la sazón, Escultor Folgueras. Hoy en la zona, como en el resto del Vallobín, como en tantos otros barrios, ya no quedan críos jugando por las calles. La calle Maximiliano Arboleya ha visto como muchos de los comercios que la animaban, auténtica savia urbana, han bajado la persiana; el sino de los tiempos, supongo. El cierre de Sir Book me recuerda otro templo del barrio para los infantes de antaño: el estanco de Ángel en Antonio Maura. No podía haber más cosas en menos espacio. Allí compraba la prensa cada domingo a mi padre, junto con mi ejemplar del Mortadelo y del DDT. Allí nos proveíamos de los caramelinos de perrona, que, aunque resulte increíble, por una peseta nos daban diez, o de pipas, chicles... Allí comprábamos los cromos para las inacabables colecciones -siempre había alguno que no salía- y por mucho que fuéramos peregrinando con el montón de "repes" a ver si la suerte era favorable, no había manera. Allí adquiría coches de juguete o los sobres de cinco pesetas en los que venía algún artilugio para armar. De allí salieron los primeros "Celtas" que, furtivamente, fingía que me gustaba fumar. Allí tentábamos cada semana a la diosa Fortuna con las quinielas aunque, hasta donde me llega la memoria, creo que no caté nunca ni una de doce. Allí, me proveía de sobres y sellos para aquellas primeras cartas a mi cuñado al Ferrol o para las epístolas a aquel primer amorío estival que, en ausencia de WhastsApp, eran enviadas esperando, como agua de mayo, la contestación casi al mismo momento de meterlas en aquella garganta oscura del buzón de la esquina. En fin, triviales remembranzas del propio caminar que, espero, sirvan para rescatar del fondo de su memoria algún estanco o quiosco así que, haberlos, seguro que los hay. Capítulos anónimos que, nos guste o no, fueron parte de nuestro propio existir. De ese apasionante vivir.
http://suscriptor.lne.es/suscriptor/oviedo-opinion/2015/01/21/historias/1701532.html
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