El Otero
¡Será por chigres!
Recorrido por los bares de toda la vida que abundaban en Oviedo
08.05.2013
Carlos Fernández Llaneza
Como si se tratase de un programa de Radio Asturias, en los que se ponían canciones a petición de los oyentes, hoy este Otero se hace eco de la petición de unos amigos que me demandan que escriba algo sobre esos templos en los que se libaban licores, ideas de futuro y amistades serenas; esos lugares de encuentro, de discusiones etéreas y eternas; cuarteles de soldados de papel, sin un ejército que echarse a la boca; fondas de vagabundos de mil caminos imaginarios, que miran su amplio universo desde un taburete; islas de náufragos, que sueñan despiertos con un mar que los quiera... ¡uy!, se me va un poco la pinza... en fin; de los bares de Oviedo. Y es que en Oviedo otra cosa no habría, pero bares, tascas, sidrerías... había a maza. Si hiciera un listado sólo de los del Vallobín de mi infancia y juventud (qué le vamos a hacer, todos llevamos un abuelo Cebolleta dentro), llenaría esta página entera; me quedo con el que, para los jóvenes de los ochenta, logró reunir con mayor éxito las características antes citadas: el Marvi. De él solía partir, además, la procesión que, con sólo dar una vuelta a la manzana y con un vino en cada estación, conseguía que el habitual pollo de los domingos, más que guisado, tal pareciera que corriera por el plato con plumas de colores; todavía deben de andar buscando la denominación de origen del vinorro aquel que nos daban por dos duros.
Pero, más allá de las fronteras del barrio, había otros mundos a los que nos acercábamos cuando en los bolsillos había algo más que las familiares telarañas; lugares a caballo entre la generación que tuvo la suerte de disfrutar las tertulias del Peñalba, el Noriega o el Paredes, y de otra que empezábamos a conocer los pubs y las cervecerías. Así pues, cruzando las vías, teníamos Casa Julio, en la Argañosa, con sus mesas de piedra y plátanos de sombra, en el que de vez en cuando, ante la llamada del buen tiempo, con una caja de sidra a escote pericote, pasábamos la tarde. Si se terciaba y queríamos caminar un poco más, en el Cristo estaba el Benidorm, del mismo estilo que el Julio y donde nos contaban que estuvo el primer televisor de Oviedo. Y ya en la ciudad ¿qué me decís de La Perla? Como dicen ahora los chavales, mítico. El vino en los pelleyos era genial. Una pena su cierre. Tengo entendido que Garci, cineasta forofo de Asturias, compró los carteles que adornaban el establecimiento. Recuerdo hasta su olor. No lejos, había otro de vino en porrón y unos bollinos preñaos que no estaban nada mal: El Manantial; peculiares camareros, por cierto.
Mis primeras cañas, acompañadas de unos pinchos de tortilla que sólo de recordarlos naguo, fueron en El Mesón del Abuelo. Los pinchos de tortilla del Artabe hay que reconocer que tampoco estaban nada mal.
De vez en cuando me dejaba caer por Casa Manolo, en la calle Altamirano, regentado por Angelón, experto en caza, setas y peleas de gallos, y en la que trasegaba de acá para allá Manolín, con quien compartía veraneo en Valderas (León), donde daba buena cuenta (él, no yo) de una importante cuota de la producción de Ribera del Cea; una gran persona.
Si el día estaba para que apeteciera mistela, el lugar, sin duda, era Las Mestas, en la calle Mon, a la vez que echábamos una partida al dominó, aunque como decía alguno de los que nos contemplaban con estupefacción: «Guajes, nun sabéis ni tener por les fiches»; qué se va a hacer. En la misma calle estaba La Barrina, donde era impepinable que pidiéramos cazalla: recordarlo me da ardores de estómago. Había una sala atrás, que no sé por qué razón siempre estaba cubierta de una extraña bruma con un olor como a incienso; no sé, igual era algo seudorreligioso.
En fin, la nómina daría para mucho más, porque están los lugares, pero de los lugareños también podríamos hablar largo y tendido. Queda para otra.
Publicado en La Nueva España el 8 de mayo de 2013.
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