El Otero
Cuando ni alcanzábamos a imaginar que, en un pequeño dispositivo que llevases en el bolsillo, pudieses ver cualquier vídeo que se te antoje, el espacio cómplice en el que la imaginación corría envuelta en oscuridad y ambientador de limón eran las salas de cine. Y Oviedo estaba bien orgullosa de tener un buen número.
No quisiera parecerme al abuelo Cebolleta, pero, a veces, disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces, así que, cerrando un poco los ojos y con muy poco esfuerzo -tampoco hace tanto tiempo-, me veo en el Roxy, asomándome con el Nodo al mundo que nos quisieran enseñar y disfrutando de la sesión continua. O en el Campoamor, sudando mientras aquel «Tiburón» maldito acechaba desde las sombras del mar... (tardé tiempo en bañarme en la playa sin acordarme del escualo asesino...). Tiemblo aún en «sensorround» en el cine Principado con la película «Terremoto», con un Charlton Heston que nunca dejó de recordarme a Ben-Hur, qué le vamos a hacer... Y casi huelo aún a chamusquina, porque hay que ver lo que sufrimos en las butacas con Paul Newman y Steve McQueen intentando salir del «Coloso en llamas». El Principado apagó su cámara en 1996, con las sombras de las largas e interminables colas de la taquilla, aún frescas, por las aceras de la calle...
Luego estaba en la calle Uría la elegancia del cine Aramo, con sus mármoles y dorados; bajó la persiana definitivamente en 1980 para dejar espacio a tiendas de moda, con su apéndice más modesto, el Fruela, al que se entraba por el pasaje de la calle Palacio Valdés. Otro bien elegante era el cine Ayala, en la calle Matemático Pedrayes, cerrado en 2002, con aquella lámpara impresionante, unas molduras fantásticas y unas pinturas, casi por mí olvidadas, obra de Paulino Vicente «el Mozo». El Filarmónica, donde está hoy el teatro, que aún continúa con algún ciclo de cine. El Real Cinema, en la plaza Longoria Carbajal. Por la calle Nueve de Mayo andaba el Toreno, luego Cinema, donde antes de que se inventaran los «frikis», vi un par de veces, allá por el 77, «La guerra de las galaxias» y un año después suspiraban nuestros sueños adolescentes con «Grease».
A finales de los 70 llegaron los multicines, con los Clarín, los Brooklyn y los Minicines de Salesas. Y, claro, Pumarín, orgullosa con su Palladium, sala de arte y ensayo, centro neurálgico de la progresía de la Transición que yo no disfruté; era muy canijo aún por entonces. Allí ponían las películas más sesudas. Estoy convencido de que muchos de los que asistían no se enteraban de nada y se aburrían como ostras, pero, ¡caramba!, debatir luego sobre lo qué quiso decir con aquel fundido ese famoso director soviético, cuyo nombre nadie acertaba a pronunciar, o la última de no sé qué director sueco, daba una pátina que no veas... Aunque a más de uno lo tuvo que despertar el acomodador... Lo de este cine daría para mucho.
En fin, el cine siempre fue una fábrica de sueños, de ilusiones, de fantasía; capaz de llevarnos a lugares recónditos de nuestra propia imaginación. Y las salas de proyección, las naves que nos transportaban a esos mundos de ensoñación... Qué bien lo cantaba Aute: «Cine, cine, cine... que toda la vida es cine, y los sueños cine son...».
Cine... Más cine, por favor...
Un repaso a las salas desaparecidas en la ciudad
20.03.2013
Carlos Llaneza
Será el efecto generado por una foto de un cine ovetense que ya no existe. O por una reciente conversación con un amigo sobre los cines de Oviedo de nuestra generación que ya no son... O por las canciones de Aute, que, de cuando en vez, escucho como si fueran nuevas... Quizá por ninguna o posiblemente por una extraña alianza entre todas ellas; el caso es que me asaltan, impetuosos, los recuerdos de los cines de Oviedo, que ya sólo proyectan en rincones de nuestra memoria.
Cuando ni alcanzábamos a imaginar que, en un pequeño dispositivo que llevases en el bolsillo, pudieses ver cualquier vídeo que se te antoje, el espacio cómplice en el que la imaginación corría envuelta en oscuridad y ambientador de limón eran las salas de cine. Y Oviedo estaba bien orgullosa de tener un buen número.
No quisiera parecerme al abuelo Cebolleta, pero, a veces, disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces, así que, cerrando un poco los ojos y con muy poco esfuerzo -tampoco hace tanto tiempo-, me veo en el Roxy, asomándome con el Nodo al mundo que nos quisieran enseñar y disfrutando de la sesión continua. O en el Campoamor, sudando mientras aquel «Tiburón» maldito acechaba desde las sombras del mar... (tardé tiempo en bañarme en la playa sin acordarme del escualo asesino...). Tiemblo aún en «sensorround» en el cine Principado con la película «Terremoto», con un Charlton Heston que nunca dejó de recordarme a Ben-Hur, qué le vamos a hacer... Y casi huelo aún a chamusquina, porque hay que ver lo que sufrimos en las butacas con Paul Newman y Steve McQueen intentando salir del «Coloso en llamas». El Principado apagó su cámara en 1996, con las sombras de las largas e interminables colas de la taquilla, aún frescas, por las aceras de la calle...
Luego estaba en la calle Uría la elegancia del cine Aramo, con sus mármoles y dorados; bajó la persiana definitivamente en 1980 para dejar espacio a tiendas de moda, con su apéndice más modesto, el Fruela, al que se entraba por el pasaje de la calle Palacio Valdés. Otro bien elegante era el cine Ayala, en la calle Matemático Pedrayes, cerrado en 2002, con aquella lámpara impresionante, unas molduras fantásticas y unas pinturas, casi por mí olvidadas, obra de Paulino Vicente «el Mozo». El Filarmónica, donde está hoy el teatro, que aún continúa con algún ciclo de cine. El Real Cinema, en la plaza Longoria Carbajal. Por la calle Nueve de Mayo andaba el Toreno, luego Cinema, donde antes de que se inventaran los «frikis», vi un par de veces, allá por el 77, «La guerra de las galaxias» y un año después suspiraban nuestros sueños adolescentes con «Grease».
A finales de los 70 llegaron los multicines, con los Clarín, los Brooklyn y los Minicines de Salesas. Y, claro, Pumarín, orgullosa con su Palladium, sala de arte y ensayo, centro neurálgico de la progresía de la Transición que yo no disfruté; era muy canijo aún por entonces. Allí ponían las películas más sesudas. Estoy convencido de que muchos de los que asistían no se enteraban de nada y se aburrían como ostras, pero, ¡caramba!, debatir luego sobre lo qué quiso decir con aquel fundido ese famoso director soviético, cuyo nombre nadie acertaba a pronunciar, o la última de no sé qué director sueco, daba una pátina que no veas... Aunque a más de uno lo tuvo que despertar el acomodador... Lo de este cine daría para mucho.
En fin, el cine siempre fue una fábrica de sueños, de ilusiones, de fantasía; capaz de llevarnos a lugares recónditos de nuestra propia imaginación. Y las salas de proyección, las naves que nos transportaban a esos mundos de ensoñación... Qué bien lo cantaba Aute: «Cine, cine, cine... que toda la vida es cine, y los sueños cine son...».
Publicado en La Nueva España el 20 de marzo de 2013
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