“San Pedro de los Arcos, una historia milenaria”
Oviedo, 3 de Junio de 2010
Me gustaría colocar un par de frases a modo de pórtico de uno de los grandes genios del s. XX. Albert Einsten. Dijo dos cosas, entre otras muchas, claro, que hoy me gustaría evocar:
1ª. “Lo importante es no dejar de hacerse preguntas”. Eso nos moverá a buscar respuestas”. Y eso es para mí lo que me justifica toda esta aventura.
2ª. “No tengo talentos especiales, pero sí soy profundamente curioso”.
Sin comentarios.
Y una de Marco Tulio Cicerón:
“La historia… testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, testigo de la antigüedad.
No saber lo que ha sucedido antes de nosotros es como ser incesantemente niños”.
Y empiezo.
El 8 de julio de 1998, encaraba por primera vez una situación tan absolutamente novedosa y agradable para mí, como era la presentación de un libro. Tal es así, que llegué a compararlo, salvando las distancias, con la emoción sentida en el nacimiento de mis hijos.
Comenzaba entonces citando un proverbio oriental que dice: “Ten cuidado con tus sueños. Pueden llegar a cumplirse”. Y es que, el que aquel libro sobre la historia de San Pedro de los Arcos, que tantas horas me exigió, viera la luz, era sin duda un sueño. Un sueño que afortunadamente se hacía realidad. Aquel libro se había convertido en el cajón donde estaban todas las respuestas a un montón de preguntas, más o menos conscientes, que me perseguían desde niño esperando ansiosas, ese momento.
Mi buen amigo Alberto Reigada, que oficiaba junto con Carmen Ruiz-Tilve, como no, de presentador, me definía como “fascinado por San Pedro” y según su hipótesis, esa fascinación era la que me provocaba todas las preguntas a las que intentaba dar respuesta en ese libro.
Alberto, que bien me conoce, no andaba descaminado. En alguna ocasión, he culpado a un calendario que había en mi casa allá por finales de los 60 con fotos antiguas de Oviedo, de ser en parte la génesis de esas preguntas. Luego, aquellas fotos se convirtieron en cuadros que desde las paredes de la salita de mi casa, reiteraban día tras día aquellas preguntas como una especie de lejano eco inconsciente. Protagonizaban aquellas viejas fotos coloreadas, la antigua iglesia de San Pedro, y los Pilares, con sus orgullosos 41 arcos, en una con el telón majestuoso del Naranco de fondo, y en otra metiéndose en el corazón mismo de la ciudad, como reclamando un futuro que el tiempo y la estupidez humana le negaron. ¿Qué había sido de aquella vieja iglesia? ¿Desde cuándo presidía el otero de San Pedro? ¿Quién había hecho aquel fantástico acueducto? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué había sido de él? Preguntas que hallaron respuesta para mí satisfacción en aquel libro sobre el que por entonces decía, que para muchos sería un libro más, pero que para mí era “el libro”, porque más que una recopilación de historias, era un libro que en buena medida llevaba sus páginas impregnadas de mi propia vida.
De todas aquellas historias contadas, había tres que me llamaban poderosamente la atención y a las que dediqué una especial dedicación. La primera, hurgar en el pasado más distante del entorno de San Pedro. Encontrar datos que apuntalaban mi tesis de que desde ese otero se veneraba al pescador galileo desde época romano visigótica, era un motivo de alegría y alborozo sin igual. Cualquier referencia que lograba añadir relativa a siglos remotos, por pequeña que fuera, me hacía saltar en la silla. Y así con muchos otros datos más rescatados del polvo del olvido.
Otro capítulo especial, fue el dedicado a los duros días vividos en los difíciles años de la revolución de octubre del 34 y especialmente en los meses transcurridos desde julio a octubre de 1936, en los que la iglesia y su emplazamiento fue una especie de oscuro objeto de deseo codiciado por unos y por otros y por cuyo control se pagó un alto precio en sangre.
Algún día también lograré acabar un trabajo sobre este trágico episodio de nuestra historia que duerme desde hace años, ansioso por despertar.
Y el tercero, como no, los Pilares. ¡Qué majestuosa construcción! Las fotos del calendario que antes comentaba, quedaron grabadas en mi memoria de forma indeleble y suponía que aquella magnífica obra tendría tras de sí una fantástica historia digna de ser contada y casi cantada si fuera trovador a la antigua usanza. Y así empecé a rebuscar entre libros, archivos, periódicos… A buscar fotos por el rastro, tiendas de antigüedades y en todos aquellos lugares que sospechaba podían tener una vieja foto, o una vieja historia, que tanto da que da lo mismo, y que poco a poco iban engordando una antigua carpeta negra de plástico que pasó por azar del destino de contener las láminas de dibujo del colegio, a albergar el embrión de otra historia de Oviedo, la de “Los Arcos de los Pilares”, felizmente recogida para mi satisfacción en el que fue mi segundo libro, “Los Pilares de Oviedo”
Y así, pieza a pieza se iba componiendo el puzzle de la historia de san Pedro. Con un dato de aquí y otro de allá, ese codiciado sueño de conseguir tejer un libro con todo lo recopilado, tomaba cuerpo. Y doce años después, ese libro con forma de sueño, o ese sueño con forma de libro, nos vuelve a convocar. Y nada menos que con motivo de la celebración del centenario de nuestra iglesia parroquial. Cien años viendo discurrir la historia de Oviedo paralela a su propio devenir. Cien años que dieron para ver y sentir mucho gozo y mucho sufrimiento. Un siglo viéndose protagonista involuntaria de muchos de los momentos críticos de la historia de nuestra ciudad.
“Celebrar un centenario es mirar también adelante” decía Jorge en el tríptico que elaboramos para la conmemoración, y así es, pero eso no impide que miremos de nuevo hacia el camino andado, recuperar de nuevo, orgullosos, nuestra propia historia y rendir nuevamente, un sentido homenaje a todos los que nos precedieron con la reedición de nuestro libro, la ocasión bien lo merece...
Os confieso que hurgar en las entrañas de la historia de San Pedro ha sido fascinante, divertido y emocionante.
Decía entonces, que como afirman los teóricos de la física, viajar en el tiempo es imposible. Y yo discrepaba. Yo lo había conseguido. Había conseguido viajar al pasado. Creedme. Lo que conseguí sumergiéndome de cabeza y corazón en esta historia que hoy tenéis en vuestras manos, fue realmente mágico. Viví un viaje apasionante, y si queréis, voy a intentar transmitir, contar, parte de lo que sentí. De lo que viví.
Y aquí es donde habría que empezar con el consabido: “Érase una vez hace mucho, mucho tiempo…” porque a ver que historia que se precie no empieza con ese toque de atención, la frase mágica que nos advierte de que vamos a escuchar una historia como aquellas que antaño se contaban en torno al fuego del hogar y que hacían gozar a toda la familia, en ausencia de radios y televisores, de noches interminables, agradables y mágicas.
Pues vamos allá... Érase una vez... y estoy en un altozano rodeado de un fresco verdor, sumido en las neblinas del tiempo, con una ciudad que aún no se adivinaba. A escasos metros del altozano se halla un castro. Nos encontramos en plena edad del hierro. Gentes diferentes, ritos distintos, costumbres ancestrales... ¿sería disparatado pensar que en nuestro otero había un lugar de culto pagano...? No sería una tesis imposible, pero no se puede demostrar.
Continuamos. Y como si gozáramos de la ansiada máquina del tiempo de H.G. Wells, damos un pequeño salto y aparecemos en nuestro otero de San Pedro, unos cuantos siglos después en año incierto de época románico visigótica. Hay una pequeña capilla. A lo lejos veo lo que empieza a querer ser ciudad. Pequeñas construcciones dispersas. Es emocionante. A tantos siglos aun de que llegue la modernidad, y aquí, ya estaba una pequeña capilla para que los humildes lugareños se acercaran a rendir culto al pescador de hombres...
Y esto que os cuento, tan remoto en el tiempo que puede sorprender a más de uno, no es fruto de mi invención ni de una desbocada fantasía, no... que ya en las actas del Concilio I convocado en Oviedo por el rey Alfonso en el año 811, se cita que junto a la iglesia de San Pedro se trabó sangriento combate entre multitud de infieles, advenedizos y falsos cristianos, mandados por Mohamud y la gente del rey de Asturias Mauregato, quedando la victoria por éste. Y no en vano, en 1971, se descubrienron “tégulas” o tejas romanas, lo que llevaría a afirmar al investigador José Manuel Glez. y Fdez. Vallés: “Creemos por tanto muy probable que el emplazamiento de la iglesia de San Pedro de los Arcos en el altozano que ocupa, tenga su más remoto antecedente en un templo cristiano, de la importancia que fuese, erigido en el mismo lugar, en fecha impredecible de la época visigótica”.
Un profundo sueño me invade y casi sin darme cuenta, cambia mi escenario por completo. Estoy confuso... La pequeña capilla ha crecido por sus costuras. Ahora es una pequeña iglesia de corte rural, con su pequeño pórtico y su espadaña con la campana que convoca a la feligresía, sencillos hombres de campo que viven “extramuros” de la ciudad. Ahora ya se ven algunas caserías en las proximidades. La ciudad ha crecido y contemplo con admiración un magnifico acueducto de 41 arcos casi a los pies de la iglesia. Bajo a la ciudad y me la encuentro intentando solucionar sus problemas de abastecimiento de agua y tuve oportunidad de asistir a las acaloradas discusiones que mantenían los representantes del Rey, de la iglesia y del municipio. En una ciudad que casi no se había recuperado del incendio de 1521. Y en aquel 1537 los Regidores se pusieron de acuerdo en que era necesaria una importante obra para traer a la ciudad las aguas de Fitoria y de Boo. Se decide el proyecto definitivo, realizando el viaje de las aguas por un encañado que faldeaba la cuesta del Naranco, por lo que hoy es la pista finlandesa, reuniéndolas en una arqueta en el lugar conocido como “la Cabaña” y tras pasar por el acueducto de 41 arcos y 390 metros, llegar a la Puerta Nueva, para allí juntarlas con las de la fuente de ese nombre y distribuirlas por la ciudad. Muchísimos problemas técnicos y materiales y la suma de 15.500 ducados, que debía de ser una barbaridad, para que por fin en 1599 el agua llegara a Oviedo. Tenían que haber visto las caras de satisfacción de nuestros conciudadanos de entonces, toda una fiesta en la ciudad.
Casi tres siglos estuvieron los Arcos de los Pilares quitándonos la sed. Integrándose en la ciudad. Siendo parte indiscutible del entramado y del decorado natural de la misma. Convirtiéndose por derecho propio en una de sus señas de identidad. En la puerta de la ciudad para muchos vecinos que entraban en Oviedo procedentes de Las Regueras, de San Claudio… Aquel imponente acueducto no era algo que los viandantes encontrasen en cada recodo del camino, no… Así, los arcos, llegaban a ser objeto de la musa popular. Recuerdo oírles canturrear estas coplillas:
Soy pintor, soy albañil. Soy todo lo que se quiera.
Soy de San Pedro de los Arcos, mira si soy calavera.
Una vez fui contigo a San Pedro los Pilares,
arrimásteme la cesta. Eso sí que son pesares.
El mandil de ringo rango, ¿cuánto te costó Ramona?
A la salida de Oviedo, por lo Pilares, peseta menos perrona.
Buena gente aquella, sí… Y con buen humor, como tien que ser…
El día 21 de septiembre de 1875, en plenas fiestas de San Mateo, el séquito de autoridades provinciales y locales pudieron asistir a la bendición de las aguas que llegaban a un improvisado surtidor en el paseo del Bombé. Era la nueva traída aprobada ya en 1866. Una buena noticia sin duda para la ciudad, sí.
Pero era también el principio del fin para nuestros Arcos de los Pilares.
El siglo XX llegó a Oviedo. Y el 3 de octubre de 1903, varios concejales proponen el derribo del acueducto, expediente que se aprueba el 24 de noviembre de 1905. Comienza entonces una viva polémica en la ciudad en contra de la que se había ya calificado como “bárbara piqueta municipal”
En un día gris de aquel inicio de siglo, me encontré de repente al lado de D. Fermín Canella, gran hombre, sumido entre sus papeles y sus múltiples proyectos. Con gran respeto y admiración, permanecí a su lado haciendo mía su causa, sintiendo su rabia e impotencia por el avance inexorable de los que con una miopía sin par empujaban con fuerza por llevar a cabo el “acueducticidio”. Cuando me fui, subí con pena el camino hacia San Pedro y sentado bajo su espadaña de vieja iglesia, entre aquel montón de jóvenes negrillos, miraba con lástima la arcada condenada por la imparable especulación. Aquellos arcos que durante siglos habían dado de beber a Oviedo, tenían ya su sentencia: serían derruidos. Y en la mañana del 11 de enero de 1915 comienza el derribo. Cuanto llanto sincero en muchos ovetenses ante tal bárbara e injustificada acción....
Continuaba el siglo XX su andar. Y así llegamos a 1934. Octubre. Y San Pedro, una vez más, no pudo abstraerse a la historia que de nuevo lo engulló. Era el cinco de octubre. Se había declarado en Asturias la huelga revolucionaria y por las calles de Oviedo comienzan a verse guardias de asalto armados. Delante de la plaza de toros posicionan un cañón “Ruiz de Arellano” que bombardea la iglesia de San Pedro. Dos proyectiles se incrustan en la fachada meridional de la iglesia, y ahí los podemos ver todavía hoy. El bombardeo resulta inútil porque los soldados que ocupaban la iglesia se habían replegado a la estación del norte a las diez de la noche.
A las dos y media de la tarde suben tres cañones en camionetas por la carretera del Naranco. Uno de ellos es situado junto a la iglesia. La luz en Oviedo es cortada. El cañón situado en San Pedro bombardea la “Casa Blanca” en la calle Uría. Desde la una de la mañana del lunes 8, todos los cañones del Naranco y de San Pedro hacen fuego sin cesar. El artillero es alto y desgarbado. Lleva medias de sport, pantalón corriente, jersey blanco y cubre su cabeza con el bonete del cura de San Pedro. En dirección a la iglesia se dirigen numerosos revolucionarios llevando cascos de acero procedentes de Trubia y escopetas.
El jueves 11, a las cinco de la mañana los cañones del Naranco rompen el fuego. Pero el que está en San Pedro deja de sonar. ¿Qué pasará? Luego fue sabido que el cañón reventó por el cierre, deshizo el vientre al artillero, un tal Esteban y estropeó la boca a su ayudante.
El sábado 13 de octubre, a las ocho y media cuatro aviones bombardean las inmediaciones de la iglesia y de la estación. Desde la iglesia los revolucionarios no cesan de hacer fuego. Los Regulares contestan y las balas matan a una joven comunista llamada Aida Lafuente. Iba vestida de rojo y tenía 16 años. Los legionarios se lanzan al asalto y toman la posición de San Pedro.
Días duros y tristes que desgraciadamente poco tardaríamos en volver a vivir. Lamentablemente, Oviedo volvería a sufrir en sus propias carnes un nuevo enfrentamiento: La guerra civil. Y este viejo otero, también nos quiere contar alguna historia al respecto. Y no tardaría tiempo en darse cuenta de que algo pasaba porque en la misma tarde del domingo 19 de Julio, el mismo coronel Aranda se llega a San Pedro para supervisar la instalación de fuerzas de artillería al lado mismo de la iglesia.
Pasan los días y la situación se torna cada vez peor. Comienza a escasear en la ciudad el agua, la carne la leche… El sábado quince de agosto es detenido el maestro de la escuela de San Pedro acusado de propagar bulos.
Os puedo asegurar que en la iglesia y aledaños se vivieron días realmente duros y atroces. Sirvan como muestra el testimonio recogido el 12 de octubre de 1936, contado por el mando republicano y por uno de los soldados que se encontraban en la iglesia:
“A primera hora de la tarde comenzaron las baterías que rodean Oviedo a cañonear violentísimamente la parte de la Argañosa y la iglesia de San Pedro de los Arcos, reanudándose así la ofensiva sobre el centro de la ciudad. La iglesia estaba considerada como una fortaleza y en ella había acopiado el enemigo importante material de guerra. Por su posición estratégica de incalculable valor, considerándose como la llave que abre paso a la estación del Norte. Debido a ello, el alto mando planeó el ataque a este reducto y, como preludio, fue sometido a un bombardeo endemoniado. Con intervalos escasísimos caían proyectiles sobre la torre de la iglesia. Bien pronto ardían las casas inmediatas. La torre caía a tierra desapareciendo a nuestra vista. El resto de la construcción semejaba una criba. Desde su interior era ya materialmente imposible su defensa.”
“Llueve y continúa el frío; por la mañana el enemigo nos hace cuatro bajas. El alférez Valdés Hevia recibe la noticia, acogida por nosotros con gran júbilo que las baterías enemigas del Naranco, están bajo el fuego artillero de las columnas gallegas liberadoras. Momentos después, serían las cuatro de la tarde, comenzó un bombardeo intensísimo sobre la posición. Como el enemigo está muy cerca creímos al principio que sería un bombardeo sobre él. Pronto nos dimos cuenta del error; los rojos afinan su puntería y nos echan abajo la torre de la iglesia donde teníamos emplazada una ametralladora. El bombardeo es intensísimo. La parte del cementerio de San Pedro ofrece un espectáculo espeluznante: se hallan mezclados cadáveres de hace varios días que no pudimos enterrar con cadáveres de hoy y miembros de cadáveres de hace muchos años que la metralla se encarga de sacar de las sepulturas. El número de heridos es enorme, no hay gente para evacuarlos porque todos son necesarios en los parapetos. El alférez pide refuerzos pero no llegan. La situación es apuradísima y el bombardeo continúa con igual intensidad.
Voy recorriendo puesto por puesto distribuyendo munición de fusil y bombas de mano. En la posición quedamos muy pocos hombres; en todas las caras está pintada la imagen del terror… pero todos estamos en nuestros puestos. La situación es francamente insostenible. El alférez da la orden de retirada después de evacuar todas las bajas. Ésta se efectúa hacia la estación, donde cunde un gran desaliento…
Todavía hicimos un postrer intento de rescate de la posición, pero sólo llegamos arriba siete hombres, número harto insuficiente para contener a unos cientos de rojos. Nada se sabe de las columnas gallegas. La suerte está echada, que dijo César, o llegan las columnas o moriremos matando. El Estado Mayor ordena que se gaste poca munición, que debe estar muy escasa…”
El 13 de octubre, la posición de san Pedro fue tomada, pero el 17, tras la entrada de las columnas gallegas, se abandona. Y el resto es historia... Ojalá nunca más vea nuestra ciudad enfrentamientos como los vividos.
Y continúo mi particular viaje. Llego a los años 40.
Y me encuentro en viejas y frías habitaciones, dónde veía a sacerdotes que en aquel día concreto escribían con letra tortuosa en los polvorientos libros que ahora ojeaba. Crujía el suelo. Golpeaba la lluvia en los finos cristales, tras los cuales se veían a lo lejos algunas luces de la ciudad. A duras penas, podían contener el frío, pero allí estaban aquellos curas a cualquier hora para cuando alguien precisara de su presencia, aunque ese alguien viniese de los límites de la parroquia a varios kilómetros de distancia. Compartía su soledad, sus preocupaciones, sus anhelos, sus frustraciones, sus alegrías...
Y compartí alegrías y penas de miles de vecinos que igual saludaban una nueva vida, que unían la suya a la persona amada, o despedían a sus seres más queridos. Gentes humildes y pobres las más. Personas anónimas de las que sólo queda su nombre, legible a duras penas. Cuántas historias humanas. Cuántos momentos vividos de los que nadie se acuerda ya ni remotamente. Allí están, escritos en el tiempo.
El Concilio Vaticano II trajo nuevos aires a la Iglesia y san Pedro no fue ajenos a ellos. Fue progresando con la sociedad de cada época. Fue avanzando a medida que la iglesia universal avanzaba. Fue adaptándose a los cambios que el tiempo impone. Con amor de madre dio a luz a otras parroquias de Oviedo, y así vi desmembrarse de ella a San José de Pumarín en 1957; a San Francisco de Asís y su filial del Cristo de las Cadenas, y a San Pablo de la Argañosa y su filial de San Antonio de Padua en 1959. A Nuestra Señora de la Merced en 1972 y por último a San Melchor de Vallobín en 1990.
En las últimas décadas, se escribieron páginas brillantes en nuestra particular historia, y San Pedro, seguía luciendo orgullosa en su altura, viendo crecer una comunidad dinámica. En 1972, una remozada iglesia parroquial, acogía como párroco a D. Rafael Ortea, que disfrutará allá arriba a buen seguro de este centenario, quien durante 21 años, supo hacer, y dejar hacer, para que en esta parroquia, se intentara vivir la fe desde el compromiso y la fidelidad al evangelio.
Vi muchas cosas más que no os cuento ahora por no extenderme en demasía... Un pequeño tren que achacoso pasaba cada día por delante de la iglesia para dejar el mineral de hierro en la estación y al que un día, se subió un joven Alfonso XIII para subir a visitar los monumentos. O como el párroco de san Pedro, era el que recibía a la procesión de la Balesquida en la capilla de santa Susana, para continuar hasta san Ana de Mexide, cuando la ciudad celebraba esa entrañable fiesta cada martes después del domingo de Pentecostes.
Pude ver la emoción en muchas caras cuando nos visitó la Santina de Covadonga en junio del 51. O como la gente celebraba con alegría las fiestas de san Pedro, primero en una sencilla romería delante de la iglesia, con los años, fueron las fiestas de Vallobín, celebrándose por la sociedad de festejos Ntra. Sra. de los Ángeles y luego, de nuevo con un grupo de jóvenes entusiastas liderados por un veterano en esto de las fiestas, mi padre, recuperamos las fiestas de san Pedro con un éxito de participación espectacular.
Vi también, como muchos jóvenes del barrio, se fueron forjando como personas a la sombra de san Pedro, asumiendo en su vida valores que les ayudarían sin duda a ser mejores, e incluso a despertar en muchos una gran sensibilidad social o también, política...
Sin duda ese viaje daría para hablar mucho más...
Y así llegamos a la parroquia que tenemos hoy. Una parroquia mucho más pequeña de lo que fue, pero rica en su mejor capital: su gente. Una comunidad que continúa empeñada en contribuir a ese difícil objetivo de crear una sociedad más justa, libre y solidaria.
Esta es la realidad de hoy en San Pedro de los Arcos. Una realidad humilde pero tremendamente rica. Conocedora y orgullosa de su pasado, pero sobre todo y por encima de todo, enormemente ilusionada y comprometida con su futuro.
Cuando dentro de otros cien años no quede ni rastro de ninguno de nosotros, seguramente encima de su otero, la vieja torre de san Pedro seguirá mirando a los cuatro puntos cardinales, y pasado y futuro estarán unidos por esa sutil correa de transmisión que somos todos los que en uno u otro momento hemos pasado por san Pedro de los Arcos. Y si alguno de los futuros ovetenses, de los feligreses del mañana, se sorprende mirando alguna de las viejas fotos que se encierran aquí, seré feliz dónde quiera que esté.
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