El Otero
Aromas del tiempo
Sobre los recuerdos que traen a la mente olores de la niñez
Carlos Fernández Llaneza 06.02.2017
Vacas pastando en una finca entre Vallobín y La Florida. L. MURIAS
Bastó un segundo. Un solo instante. Un momento fugaz en un frío paseo por las apacibles orillas verdes de nuestra ciudad. Una tímida fogata dejaba escapar perezosas volutas de humo. El cielo plomizo, triste, parecía empapizarse. Y un prado recién segado acogía las brasas lánguidas de ese fuego aseador. Fue ese olor. La mezcla del humo y de la yerba recién guadañada el que obró el milagro. El prodigio de sentirme, de pronto, en otro lugar distante, sino en distancia, sí en el tiempo.
Nunca dejará de sorprenderme el poderoso poder evocador de un simple olor. Son aromas que, a saber por qué, quedaron grabados indeleblemente. Asociados, para siempre, a un momento preciso. Fotogramas de la larga película de la vida que quedan congelados. Conservando la luz y la viveza originales. Es como si en esa hora hubiéramos dejado abierta una ventana por la que, desde un futuro que ni sabíamos que llegaría, nos pudiéramos asomar y mirar hacia atrás sin riesgo de convertirnos en estatua de sal. Una mirada efímera, sin carga alguna de inane nostalgia.
No me dirán que no les ha pasado nunca... Y sí. Basta un indolente fuego. Una yerba vencida. Un huidizo perfume que laceas furtivamente. Y te sorprendes contemplando la ería del Vallobín recién segada a la espera de la fiesta del verano. Los barraquistas montando los caballitos, las lanchas, el tren de la bruja, las tómbolas, el quiosco de la orquesta, el bar... el olor de los álbumes de fiestas, del papel impregnado de la grasa de los bollos preñaos, de las docenas de voladores que, temerariamente, custodiábamos en el sótano de casa. Todo por esa yerba.
Y el humo... ¿Por qué nos daría por hacer tantas hogueras? Que había una sebe crecida; la quemábamos. Que alguno de los tenderos del barrio tiraba en el prao unas cuantas cajas de fruta; pues nada, apiladas y fuego. Quizá fuera, aun si saberlo, un rito atávico, una especie de herencia ancestral.
Ya ven. La mezcolanza de yerba y fuego bastó para trasladarme a la infancia, la única patria que tiene el hombre en opinión de Rilke. Solo me faltó el olor de la leche hirviente para verme tumbado en el suelo de la cocina contemplando como caen las rojizas brasas de la cocina de carbón. En silencio curioso únicamente alterado por un sigiloso crepitar. Quien me diría entonces que años más tarde sería consciente de que sólo cuando nos adentramos en el silencio absoluto es cuando realmente estamos en disposición de escuchar.
En fin? no es mi intención caer en triviales y estériles añoranzas que para nada sirven, pero ese instante del paseo del otro día avivó unos recuerdos que, estoy seguro, muchos pueden compartir. Hagan el ejercicio. ¿Cuál es ese olor o ese sonido que, por sí solo, tiene la fuerza de trasladarles a un momento de su infancia? Seguro que, a poco que busquen, lo encontrarán sin dificultad alguna. Todos tenemos ese Vallobín, Arcadia feliz. Ese pueblo en el que crecimos. O nuestras polvorientas y embarradas calles de un Oviedo en blanco y negro; particular paraíso de sol a sol.
Dice un amigo cuando le cuento estas cosas que me sale la vena de abuelo Cebolleta. Siempre le contesto que, probablemente, es que he llegado a ser lo que quería ser de mayor: un niño.
http://suscriptor.lne.es/suscriptor/oviedo-opinion/2017/02/06/aromas-tiempo/2053197.html
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