El otero
Soy de la generación que merendaba bocatas de chocolate al ritmo del: «¿Cómo están ustedes...?». Crecí con la banda sonora de los payasos de la tele, y bien cierto es que les debemos muchos momentos de risa, la música más civilizada del universo, en palabras de Peter Ustinov. Una de las dedicaciones de las que más orgulloso me siento, aunque no figure en mi currículum, es de la de payaso -odio el sentido peyorativo que a veces se le da a esta palabra-. Aún el año pasado, en el campamento o festivales a los que me invitaron -últimamente unido a la magia, arte de la que soy pésimo alumno, como bien sabe mi amigo José Armas-, disfruté como un niño más al ver a los críos asombrarse o reírse ante los más alocados disparates. Hacerlos reír te abre el alma. No tiene precio.
En una ocasión, en uno de los campamentos a los que asisto cada verano, después de una actuación memorable en compañía de Zepo (Pablo), leímos a los padres un texto en el que justificábamos por qué hacíamos de payasos. Y decíamos que era por un principio educativo. Creía que hoy más que nunca es la hora de la educación; en ella están las bases que pueden transformar el mundo en una sociedad fraterna, solidaria, justa... en una sociedad en la que reine el sentido del humor. Por eso hacíamos de payasos. Payaso es fiesta, es sinceridad, ingenuidad cariñosa, propia del amigo que siempre está dispuesto a confiar en el otro. Payaso es disponibilidad generosa, es amistad. El payaso nunca está triste, porque siempre en su rostro hay pintada una sonrisa que le hace incapaz de mirar mal a nadie. El payaso se ilusiona por lo sencillo, por lo cotidiano. El payaso perdona, aunque le peguen... El payaso es feliz cuando los niños ríen. Nadie puede ser payaso si no ha reído alguna vez. Nadie puede ser payaso si no ha descubierto en su vida aspectos tan ridículos que le inviten a reírse de sí mismo. Cuando alguien se disfraza de payaso, hay siempre detrás de él un deseo de hacer un servicio, de alegrar la vida. Y terminaba animando a los asistentes a hacer de payasos, porque es una buena forma de empezar a cambiar la vida, de darle un color distinto... más brillante.
Seguro que Miliki comprendería esto muy bien; él lo vivió en plenitud. Ojalá nos rodearan muchos más como él, buena falta nos hacen...
Lamentablemente, la realidad parece empeñada cada día en helarnos la sonrisa y, por desgracia, hay millones de niños y de adultos que no tienen ningún motivo para reír, y cada vez más, más cerca de nosotros. Temo que en estos últimos meses las calles de Oviedo hayan reído menos... Vivimos un presente en el que la solidaridad y la justicia social son urgentes para combatir ese monstruo depredador que ha creado la oscura política ultraliberal, devoradora por igual de patrimonios y dignidades humanas. Apestosas corrupciones por doquier incrementan, con razón, los índices de cabreo popular y el pesimismo se infiltra como un veneno silente por los poros de la sociedad.
Por eso creo firmemente que si al menos un día arrancamos al que tenemos al lado una sonrisa -y no es fácil-, ese día, sin duda, habrá merecido la pena...
¡Sonría, por favor!
Reír y hacer reír es una forma de solidaridad
06.02.2013 | 02:21
Carlos Fernández Llaneza Preparaba los periódicos para llevar a reciclar cuando me encontré con uno doblado por la página en la que estaba una noticia que realmente sentí: la muerte de Miliki. Me quedé sentado en el suelo releyendo. Recordando. Y sonriendo...
Soy de la generación que merendaba bocatas de chocolate al ritmo del: «¿Cómo están ustedes...?». Crecí con la banda sonora de los payasos de la tele, y bien cierto es que les debemos muchos momentos de risa, la música más civilizada del universo, en palabras de Peter Ustinov. Una de las dedicaciones de las que más orgulloso me siento, aunque no figure en mi currículum, es de la de payaso -odio el sentido peyorativo que a veces se le da a esta palabra-. Aún el año pasado, en el campamento o festivales a los que me invitaron -últimamente unido a la magia, arte de la que soy pésimo alumno, como bien sabe mi amigo José Armas-, disfruté como un niño más al ver a los críos asombrarse o reírse ante los más alocados disparates. Hacerlos reír te abre el alma. No tiene precio.
En una ocasión, en uno de los campamentos a los que asisto cada verano, después de una actuación memorable en compañía de Zepo (Pablo), leímos a los padres un texto en el que justificábamos por qué hacíamos de payasos. Y decíamos que era por un principio educativo. Creía que hoy más que nunca es la hora de la educación; en ella están las bases que pueden transformar el mundo en una sociedad fraterna, solidaria, justa... en una sociedad en la que reine el sentido del humor. Por eso hacíamos de payasos. Payaso es fiesta, es sinceridad, ingenuidad cariñosa, propia del amigo que siempre está dispuesto a confiar en el otro. Payaso es disponibilidad generosa, es amistad. El payaso nunca está triste, porque siempre en su rostro hay pintada una sonrisa que le hace incapaz de mirar mal a nadie. El payaso se ilusiona por lo sencillo, por lo cotidiano. El payaso perdona, aunque le peguen... El payaso es feliz cuando los niños ríen. Nadie puede ser payaso si no ha reído alguna vez. Nadie puede ser payaso si no ha descubierto en su vida aspectos tan ridículos que le inviten a reírse de sí mismo. Cuando alguien se disfraza de payaso, hay siempre detrás de él un deseo de hacer un servicio, de alegrar la vida. Y terminaba animando a los asistentes a hacer de payasos, porque es una buena forma de empezar a cambiar la vida, de darle un color distinto... más brillante.
Seguro que Miliki comprendería esto muy bien; él lo vivió en plenitud. Ojalá nos rodearan muchos más como él, buena falta nos hacen...
Lamentablemente, la realidad parece empeñada cada día en helarnos la sonrisa y, por desgracia, hay millones de niños y de adultos que no tienen ningún motivo para reír, y cada vez más, más cerca de nosotros. Temo que en estos últimos meses las calles de Oviedo hayan reído menos... Vivimos un presente en el que la solidaridad y la justicia social son urgentes para combatir ese monstruo depredador que ha creado la oscura política ultraliberal, devoradora por igual de patrimonios y dignidades humanas. Apestosas corrupciones por doquier incrementan, con razón, los índices de cabreo popular y el pesimismo se infiltra como un veneno silente por los poros de la sociedad.
Por eso creo firmemente que si al menos un día arrancamos al que tenemos al lado una sonrisa -y no es fácil-, ese día, sin duda, habrá merecido la pena...
Publicado en La Nueva España el 6 de febrero de 2013
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